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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando los jueces tienen la última palabra política

Cuando los jueces se convierten en protagonistas de los problemas de un país, algo falla

Josep Ramoneda
Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, en la inauguración del Año Judicial.
Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, en la inauguración del Año Judicial.ULY MARTIN

Jueves, 25 de octubre. En una mañana, caen, por orden de aparición, tres noticias con el poder judicial como protagonista. Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, pide disculpas por no haber “gestionado bien” el caso de los impuestos de las hipotecas: “se ha provocado una desconfianza indebida en el alto tribunal y no puedo más que sentirlo”. Unas palabras que sólo tendrían sentido como antesala de una dimisión. Poco después llega la noticia de la entrada de Rodrigo Rato en prisión. Y más o menos a la misma hora el Supremo anuncia que da por cerrado el sumario contra dieciocho políticos independentistas catalanes por “rebelión, malversación y desobediencia”, iniciando el camino hacia la apertura del juicio oral. Las portadas de los medios se convertían así en improvisado retablo del peso creciente del poder judicial en la vida pública española. Y cuando la política se acurruca en el regazo de los jueces, el sistema se desconfigura, con grave riesgo de perder la medida de las cosas.

Cierto desplazamiento del eje del sistema político hacia el poder judicial es patente en muchos regímenes democráticos. Las causas son diversas. Unas, positivas: corrupción la ha habido siempre, pero la sensibilidad de la ciudadanía contra ella ha ido a más y llegan muchos más casos a los juzgados. Otras, negativas: la pérdida de peso del poder político, cuando el Estado-nación resulta demasiado pequeño para afrontar los chantajes de los poderes globalizados, y la incapacidad creciente del poder ejecutivo y del poder legislativo para resolver problemas que no tendrían que haber salido de su ámbito.

Trasladar la última palabra del caso catalán al poder judicial es un disparate que pagaremos todos. El embrollo del poder judicial con la cuestión hipotecaria, se hubiese evitado con una regulación clara, pero la debilidad de los poderes públicos a la hora de poner límites a los dinámicas de los mercados es evidente. Y en materia de corrupción la falta de asunción de responsabilidades por parte de gobernantes y dirigentes de partidos creó un clima de tolerancia que multiplicó el problema hasta convertirlo en estructural en casos como el del PP, que lo pagó con la pérdida del poder con la sentencia de la Gurtel, por la pasividad de su presidente. Muchos personajes que parecían intocables han acabado condenados por la justicia, lo cual da legitimidad al poder judicial. Pero los partidos, priorizando la ocultación y la protección de los suyos, no han creado mecanismos eficientes para evitar los delitos.

Podría ocurrir que 18 dirigentes fueran condenados y Puigdemont, el jefe que les lideró, no. Demasiados disparates para una cuestión tan sensible

Pero el caso que ocupará la escena pública en los próximos meses es el juicio a los independentistas catalanes. Soy de los que piensan que haber llegado hasta aquí es un fracaso de la política. Y que si el futuro de este conflicto depende de lo que digan los jueces se complica su resolución. La instrucción ha construido un relato difícil de creer cuando se han vivido los hechos de cerca, lastrado además por una prisión preventiva que roza la prevaricación. Se ha olvidado, sospechosamente, que la norma es la libertad y que la cárcel a espera de juicio sólo puede ser excepcional. Hablar de rebelión es colocarse a tal distancia de la realidad que genera desconfianza con una justicia capaz de llegar a tal grado de banalización de los conceptos. Herido por los revolcones sufridos ante jueces extranjeros, el instructor ha optado por dejar de perseguir a los fugados, rompiendo con la más elemental idea de equidad. Podría ocurrir que 18 dirigentes fueran condenados y Puigdemont, el jefe que les lideró, no. Demasiados disparates para una cuestión tan sensible. Y el Supremo lo avala.

El juicio dominara la escena pública durante meses. Un espectáculo que abonará la indignación y las bajas pasiones. Hay que apelar a la responsabilidad de todos los dirigentes políticos para que reactiven las vías políticas. Pero también corresponde a los jueces actuar con ética de la responsabilidad, es decir, pensando en los efectos de sus actos. Cuando los jueces se convierten en protagonistas de los problemas de un país, algo falla. Si tienen lo que no les corresponde —la última palabra política— es porque se han rotos los equilibrios que hacen posible la democracia. Y si se sienten llamados a salvar a la patria por incompetencia de los políticos, el sentido de los límites se pierde fácilmente. Y más con una derecha, que cada día es un poco más extrema, jaleándoles.

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