Un día casi normal
Este jubilado, después de desayunar y haberse empapado de las noticias, recibe la llamada de algún hijo
Afortunadamente, los días no son iguales, pero bastante parecidos.
Cuando ya he vencido a la puñetera ley de la gravedad, que cada día es más grave, y logro incorporarme de la cama, después de haberlo hecho tres veces durante la noche por los avisos de la prostatitis, ya estamos yo y mi circunstancia plenamente despiertos; bueno, mi circunstancia ya está preparando el café a su manera y organizándome los sacrosantos deberes conyugales de tipo sexual de casi todas mañanas, comprar el periódico y el pan —el perro ya no lo tenemos—, y a lo mejor un tomatito o una cebollita o cualquier caprichito en la farmacia para completar la docena de pastillitas. No sé por qué no las hacen de colorines para poder distinguirlas mejor al ingerirlas.
A media mañana, aquí este jubilado, después de haberse empapado por el periódico de las mismas noticias que ha oído repetida y cansinamente en la radio durante casi toda la noche, recibe la llamada de algún hijo: “Papá, que si puedes recoger al niño que lo tengo muy liao y mi marido, más”. Una titánica lucha con el niño que no me hace el menor caso; yo tampoco le obligo, que para eso están sus padres. Bastante tengo yo.
Una mañana casi perdida porque la podía haber aprovechado para ir a sentarme al parque con otros jubilatas y rajar de los políticos y contarnos las batallitas que nos sabemos de memoria hasta el punto de que solo con el tono de voz de la pregunta sabe el contrario a qué historia me estoy refiriendo. “Ramiro, cuenta lo que te pasó en... cuando…”. Claro que lo hago mirando para otro lado, no vaya a ser que advierta mi sarcástica sonrisa.
Con bastante asiduidad, mi circunstancia y yo no paramos de hacer planes de viajes con el Imserso que nunca conseguimos por diferentes razones. También planeamos visitar algún museo o concierto gratuito, pero ya no está uno para esas tremendas colas, que yo no sé cómo las aguantan mis compañeros jubilados. ¡Qué cabrones! ¿Por qué no me dicen el secreto?
La televisión para mí solo es una ventana al fútbol y, por las tardes, para disfrutar del planeta tierra, naturaleza —más fauna que flora—, con esos tan maravillosos como desagradables programas de animalitos que se devoran unos a otros con tremenda fiereza. He llegado a conocer el tanzanés Serengueti mejor que mi casa. Glorioso resultado de la constante repetición y de la poca memoria eidética que le queda a uno.
Y, ea, otra vez a comer, y otra vez a merendar, y otra vez a cenar, y otra vez a dormir, y otra vez a mear. Casi que me acuerdo del compañero que repite con cierta gracia y machacona insistencia: “¡¿Cuándo lo recogerá a uno el Señor?!”.Y la típica, pero tópica contestación: que sea tarde, pero con calidad de vida.
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