Fontana, el funeral y los políticos
Estaba ya absuelto del pecado de su vieja militancia comunista: al mismísimo Jordi Pujol le pareció idóneo para dirigir el Instituto de Historia Jaume Vicens Vives
En Cataluña hay mucha afición por la historia. Nos gusta conmemorar los milenarios de la nación, recordar las hazañas de nuestros patriotas-mercenarios por el Mediterráneo o entristecernos con la derrota de 1714. Se buscan raíces ancestrales y las numeraciones presidenciales son muy apreciadas por la antigüedad que denotan. Una nota de prensa de la oficina de Artur Mas daba cuenta hace unos días de que, en su calidad de 129 presidente de la Generalitat, iba a reunirse con el 130 presidente de la Generalitat (Carles Puigdemont) para transmitirle su aliento, a la espera de que al día siguiente llegara al mismo escenario el 131 presidente de la Generalitat (Quim Torra). La residencia de Waterloo suma a su papel de mantenedora de la llama de la República Catalana la de convertirse en un almacén de la historia.
El caso es que tanta ostentación numeral y de acervo contrasta con la austerísima representación de políticos del Gobierno catalán en el funeral de Josep Fontana, uno de los más grandes conocedores del siglo XIX español. Es cierto que el historiador no quería que a sus exequias asistieran políticos con ostentación de cargo. Pero podía haber acudido algún consejero a título personal, mezclado con el público, sin necesidad de ir acompañado por la Coronela, con el pendón de Santa Eulàlia, que era lo que Fontana no quería. El vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonés, pasó por el Tanatorio de les Corts a dar el pésame a la familia en nombre del Govern. Sin embargo, lo más cercano al poder ejecutivo que se personó en el funeral fue Carles Duarte, presidente del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts (Conca), un organismo que asesora al Govern de la Generalitat. Duarte es un referente de politesse, un punto y aparte en estos tiempos en que la excepcionalidad política ha matado las formas. Además del presidente del Conca, en un discreto lateral de la segunda fila, se sentaba la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Al funeral asistieron también Xavier Domènech —ex líder de los Comunes— y el ex diputado cupaire David Fernández.
Como recordaba Carles Geli en estas páginas, el fallecido historiador era quien mejor entendió el hundimiento del Antiguo Régimen. Solo por ello —y por donar 37.000 documentos y volúmenes, algún incunable incluido, a la Universidad Pompeu Fabra— hubiese merecido atención mayor por parte del Gobierno catalán, preso de su ensimismamiento político.
Fontana estaba ya absuelto del pecado de su vieja militancia comunista (PSUC, 1957-1980): al mismísimo Jordi Pujol le pareció idóneo para dirigir en 1991 el Instituto de Historia Jaume Vicens Vives de investigación y estudios de postgrado. Hubo cartas y acusaciones. Como en la época de La Sapinière, cuando los integristas franceses denunciaban a los clérigos modernistas para poder copar la curia de Pio X, algún historiador escribió al entonces president previniéndole de la perversidad de poner en manos de marxistas a la niña de los ojos de las universidades catalanas. Fontana se rodeó de profesores tan diversos como Eva Serra —recientemente fallecida— o Josep Termes.
El historiador Andreu Mayayo recordaba la respuesta que dio, en noviembre del año pasado, en una conferencia a una pregunta sobre las presuntas coincidencias entre la Revolución rusa y el procés: “Si pretendía ser una revolución, de momento, es una revolución frustrada. Lo contemplo como una catástrofe y desde el más absoluto descuerdo. Estamos en un momento para aprender a resistir, a no resignarnos, a salir adelante y tratar de recuperar lo que podamos de nuestros derechos y libertades, bastante amenazados”.
Desde otros sectores, le llovieron las críticas cuando participó en 2013 en el seminario España contra Catalunya —cuyo título conoció después de confirmar la asistencia— o por haber publicado en 2014 La formación de una identidad. Una historia de Catalunya, un libro con el que algunos independentistas neo-conversos interpretaron que Fontana era ya de los suyos. Pero el gran maestro del siglo XIX español era un hombre de izquierdas y un insobornable catalanista, que veía con simpatía a la CUP y a los Comunes. Por eso resistió las presiones de algunos colegas para que diera su apoyo a la lista de Junts pel Sí, la primera candidatura conjunta que presentaron convergentes y republicanos. Para que no quedara duda de su ubicación, cerró simbólicamente la lista de Ada Colau en 2015 al Ayuntamiento de Barcelona: “No eran un partido, querían administrar el Ayuntamiento, no aprovecharse de sus recursos para alimentar el partido como hacen los demás”.
En su funeral se echó también en falta la presencia de historiadores ahora entregados a preparar el cuerpo teórico de la “revolución puigdemonista”. Quizás en algunos sectores del mundo académico-político pervive el ensimismamiento, la estupidez o el viejo espíritu de La Sapinière.
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