The Black Angels: El pellizco en las tripas
Una fastuosa sobredosis de psicodelia sirve para inaugurar la temporada con llenazo en la Joy Eslava


Eran anoche las 21.29 cuando, por fin, se iluminó la pantalla gigante que escolta el escenario de la Joy Eslava y un bucle eterno de geometrías móviles comenzó a volarnos la cabeza. Podíamos contemplarlo embobados, marearnos como si nos azotara una mala noche de temporal o, mucho mejor, embarcarnos sin demasiadas preguntas en la travesía. Aunque el destino, con Alex Mass y su viserita gris a modo de credencial para la capitanía, resulte cualquier cosa menos paradisíaco.
Después de la sequía siempre acaban desatándose las lluvias torrenciales, recibidas con la boca abierta como si los cielos nos anegaran de maná. Así sucedió con este desembarco de The Black Angels, encargados no ya de ejecutar un bolo alucinógeno, sino de promover una verdadera reactivación. Tras un menú agosteño raquítico, la sala de la calle Arenal se abarrotó hasta el segundo anfiteatro con un público que parecía implorar a los muchachos: “Por favor, espabílennos”. Y a fe que no fue necesario insistirles mucho.
El quinteto de Texas no se contenta con resultar lisérgico, sino que agrega unas gotas de incomodidad. Dispone teclados vetustos, a la manera de una película de serie B, pero a menudo prefiere duplicar las guitarras (o los bombos) e incrementar de manera exponencial la cuota reservada al ruido. Sucedía ya en su quinto y más reciente álbum, de título tan poco edificante (Death Song) como sus ingredientes: negritud, espesura, rabia, burla, desasosiego. Y una base rítmica tan categórica y electrizante que era imposible no sentir un pellizco en las tripas. A veces doloroso, casi siempre estimulante.
Era imposible no barruntar la huella de otra formación tejana, los míticos y eternos malditos 13th Floor Elevators, en ese ajetreo cromático de la pantalla y el denso chute psicodélico que estos cinco chavetas acaban proporcionando desde las tablas. Los siniestros angelitos se intercambian los instrumentos, ocultan hacia el suelo unas miradas que ya nos hurtaban las melenas, evitan la conversación o el compadreo. Guitarrista y bajista desempeñan su oficio como zurdos, tal que un guiño del azar a una banda poco propensa a suscribir mayorías. Inmersos en las tinieblas de nuestro intrépido capitán desnortado, anoche solo cabía cerrar los ojos y dejarse llevar por los súbitos zarandeos. Las letras son punzantes sobre el papel pero indescifrables en su plasmación sónica: en este tipo de viajes prevalece la espesura sobre la proclama. Y la sacudida fue severisima: si el salitre le había abotargado a alguien los tímpanos, parece imposible que estos benditos apóstoles de la penumbra no le deshicieran anoche el tapón.
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