“La firmeza no excluye en absoluto el diálogo”
EL PAÍS avanza el prólogo de un libro sobre la situación política escrito por el exprimer ministro francés
Nací en Barcelona en pleno verano de 1962, en el barrio de Horta, hijo de padre catalán y madre italosuiza, que los azares de la vida habían unido para siempre. Mi padre, Xavier, inmenso artista, pintor figurativo, se había ido a vivir a París a mediados de los años cuarenta con una beca del Instituto Francés de Barcelona. Mi madre, Luisangela, maestra en los valles del Ticino, había aprendido en pocos meses el catalán, que a partir de entonces fue su idioma común.
La familia Valls, oriunda de la provincia de Tarragona, en el siglo xviii se trasladó a la Plana d’Urgell y luego a Barcelona. Mi bisabuelo Josep Maria y su hermano Agustí eran banqueros. Se apasionaron por la política y la cultura, en plena Renaixença y en el momento del auge del catalanismo político. Josep Maria se afilió a la Lliga de Catalunya y después a la Unió Catalanista. Fue concejal de la ciudad y vicepresidente de la Cámara de Comercio.
Mi abuelo, Magí, también banquero pero sobre todo hombre de letras,
arruinado a comienzos de los años treinta, después de la caída de la monarquía colaboró en el periódico El Matí, catalanista y católico. En 1934, siendo jefe de redacción, fue agredido por un valiente artículo contra Hitler y el ascenso del nazismo. Durante los primeros meses de la Guerra Civil escondió a los curas perseguidos, amenazados por unos revolucionarios convencidos de que su obra de depuración incluía matar sacerdotes. Después de la victoria de Franco se libró de la cárcel gracias a sus amigos, porque pesaba sobre él la acusación de separatista catalán, pero perdió su carnet de periodista y ya no encontró ningún medio que publicara sus escritos. Fiel a sus principios, nunca habría colaborado con una España que mataba en nombre de «Cristo Rey». La suya fue una «vida rota», escribió al respecto y con tristeza mi padre en sus memorias (La meva capsa de Pandora, Quaderns Crema, 2003).
Mis padres se fueron a vivir a París. Xavier Valls era un intelectual profundamente libre, abierto a todas las corrientes de pensamiento. No era propiamente un refugiado político, sino un hombre joven que había huido de la losa franquista. Era tolerante, más sensible a los individuos que a las ideologías responsables de los desastres del siglo xx. La Guerra Civil, las divisiones y los enfrentamientos dentro del bando republicano y su aversión al franquismo estuvieron siempre presentes en sus conversaciones con sus amigos y su familia. Para mis padres la literatura, las artes y la filosofía eran formas de comprometerse en la vida política. Mi compromiso con la izquierda y contra toda forma de totalitarismo, así como la importancia que doy a la cultura, son una herencia de este ambiente familiar. En París, en el estudio de pintor del quai de l’Hôtel de Ville, a lo largo de toda mi adolescencia conocí a los amigos excepcionales de mis padres, como José Bergamín, Vladimir Jankélevitch, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Hugo Pratt, Frederic Mompou, Pierre Klossowski y William Klein, entre muchos otros.
Pasamos largas temporadas veraniegas en Horta, con estancias regulares en la Costa Brava o en Mallorca. La familia, los amigos de infancia
de mi padre, intelectuales como Eduardo Mendoza y su hermana Cristina, Jaime del Valle-Inclán, Marià Manent, Joan Brossa, Maria Aurèlia Capmany, arquitectos como Ricardo Bofill y Óscar Tusquets, artistas como Leopoldo Pomés, Paco Todo, Albert Ràfols-Casamada y Maria Girona, y políticos como Carles Sentís y Pasqual Maragall frecuentaban la casa y el jardín de Horta. Gracias a mis primos no tardé en descubrir el estadio del Barça con motivo del torneo de verano del Gamper; la pasión por el club ya no me abandonó nunca, y no solo porque Manuel Valls Gorina haya compuesto la música de su himno. Los domingos íbamos a ver a mi padre bailar la sardana delante de la catedral de Barcelona. Y no olvido los paseos con mi abuelo por las Ramblas ni los meses que pasé en el colegio, un invierno, teniendo como profesora a mi prima Roser Capdevila.
Me detengo aquí, porque no quiero ir más lejos con estos breves apuntes biográficos. Siempre hemos hablado catalán entre nosotros, con mis padres y mi hermana Giovanna. Leíamos a Josep Pla, Salvador Espriu y Mercè Rodoreda. Íbamos al Olympia a escuchar a Joan Manuel Serrat y a Lluís Llach. Mi padre estaba orgulloso de los reconocimientos recibidos en París, en Madrid y por último en Barcelona. Decía que para él eso suponía una suerte de reconciliación con su ciudad, consagrada por grandes exposiciones y en 2001 la entrega del Premio Nacional de Artes Plásticas de manos de Jordi Pujol. Yo también me he sentido siempre orgulloso de haber nacido en Barcelona, de ser catalán, español, francés y europeo. Este caleidoscopio es el mismo que encontré en el extrarradio parisino, pero ante todo es para mí la mejor definición de Barcelona, ciudad abierta, generosa, mediterránea, española, europea. Una ciudad-mundo.
El franquismo, sin duda, causó una herida profunda al sentimiento nacional catalán. Una herida — y Javier Cercas lo recordaba atinadamente hace poco en la prensa francesa — que no mitiga en absoluto ni el hecho de que muchos catalanes fueran franquistas, ni de que los catalanes no fueran los únicos en sufrirla, pues el franquismo hirió a media España, cuando no la mató. No obstante, la herida catalana es indiscutible: se reprimió la lengua catalana, se humilló y menospreció la cultura catalana, se suprimieron las instituciones catalanas. En otras palabras, el franquismo, hipertrofia monstruosa, mezquina y miserable del nacionalismo español, quiso acabar con la España diversa a la vez que lo hacía con la república, la democracia y la tolerancia. Todavía hoy algunos subestiman a veces esa herida.
Pero a partir de los años cincuenta algunos catalanes, en respuesta al franquismo, reivindicaron el orgullo de ser catalán, la dignidad de Cataluña, de su otra lengua, de su cultura e instituciones. Justo después de la Transición y la llegada de la democracia no solo lograron que este planteamiento fuese dominante, sino que lo instalaron en el poder y en la Generalitat, la institución instaurada por la democracia que ha permitido, sobre todo, devolver la dignidad a la lengua y la cultura catalanas.
La pelea fue dura, noble y legítima. Todavía me acuerdo de la inmensa manifestación del 11 de septiembre de 1977 — yo estaba allí con mi madre y mi hermana — para reclamar esa autonomía. Fue posible gracias a hombres como Josep Tarradellas, Jordi Pujol o Joan Raventós — un querido amigo, dirigente socialista y embajador en París —, pero también gracias a la Constitución de 1978, que tanto le debe a dos catalanes — Jordi Solé Tura y Miquel Roca —, al rey Juan Carlos y a estadistas como Adolfo Suárez y Felipe González. A todos estos responsables políticos — sin olvidar a Santiago Carrillo — que pusieron por delante el interés general y la unidad de España en la diversidad y la democracia. Pero el esplendor de Cataluña no habría sido posible sin Barcelona y sin los Juegos Olímpicos de 1992, con la implicación de todos, la del gobierno de Felipe González, la de Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional y muy apegado a su ciudad, y por supuesto la de Pasqual Maragall, otro gran catalán, alcalde visionario y entrañable. Nadie debe olvidar esta historia plural que le debe tanto a Cataluña como al resto de España.
Esta historia y esta comunidad afectiva y cultural incomodan a los independentistas catalanes de hoy. Quieren desentenderse de ella, quieren extirpar de sí mismos no solo la parte hispánica, sino también la europea. Su huida hacia delante no obedece a un proyecto positivo, sino a un plan de erradicación.
Porque, a fin de cuentas, ¿qué proyecto positivo podría llevar a cabo la independencia? ¿Sería un proyecto cultural? Pero el uso del catalán hace ya tiempo que se ha implantado en Cataluña. ¿Sería un proyecto económico? Pero Cataluña, desde hace mucho y todavía hoy, es una región dominante en lo económico, con una de las rentas per cápita más altas de España. ¿Sería un proyecto político? Pero la autonomía catalana, también en el ámbito presupuestario, ha llevado a límites extremos la devolución de competencias, aunque siempre puede haber clarificaciones y avances. No, el proyecto independentista es un proyecto negativo. Aspira a forjar un «Nosotros» contra un «Ellos» cortando todos los lazos hispánicos de la sociedad y hurtándole su verdadera historia. No se trata de promover el catalán, eso ya se ha conseguido desde hace mucho tiempo, sino de reducir la lengua castellana al silencio. No se trata de fomentar la expresión de las tradiciones locales, sino de proscribir los usos y costumbres hispánicos por considerarlos ajenos al genio catalán, cuando no a su genoma. Pretende depurar la memoria colectiva expulsando el legado español, asimilado al atraso y al franquismo.
Esta reducción al franquismo, con la que los independentistas tratan de arrinconar a cualquiera que se oponga a sus posturas, les supone muchas ventajas. Así pueden hacerse las víctimas. La denuncia de una vuelta al franquismo disfraza de resistencia heroica a la opresión colonial su golpe contra el orden constitucional. «No tinc por»: en efecto, los independentistas tuvieron la osadía de dirigir contra las autoridades constitucionales españolas el lema admirable que gritó la muchedumbre barcelonesa contra la barbarie yihadista tras el atentado de agosto de 2017.
Con sus continuas alusiones, manidas hasta el ridículo, a la Guerra Civil española, los independentistas disimulan sin mucho esfuerzo su propia violencia intelectual, que tilda de fascista a todo el que se les ponga por delante. Mi amigo Albert Boadella, que con Els Joglars no se ha cansado de lanzar andanadas críticas y satíricas contra el poder establecido en Madrid y Barcelona, así como contra la religión, que estuvo preso y se exilió en Francia durante los años setenta, ha sido blanco hoy, junto con muchos otros (pienso también en Serrat), de esa acusación infame. Semejante mascarada sirve sobre todo para ocultar la verdadera naturaleza del separatismo, etnicista, xenófobo y supremacista, confirmada por los escritos del nuevo presidente de la Generalitat que insiste en la idea de que los catalanes no tenemos nada que ver con esos subdesarrollados y subsidiados del resto de España. Lo cual no tiene nada que ver con la auténtica identidad catalana, abierta al mundo. Es significativo, a este respecto, que un peruano, Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura y enamorado de Barcelona, se haya convertido en una de las voces más destacadas de la resistencia a la intimidación independentista, junto con la del catalán y socialista Josep Borrell, expresidente del Parlamento Europeo y nuevo ministro de Exteriores del presidente Pedro Sánchez.
Muchos catalanes — la mayoría, si nos atenemos a los resultados de las últimas elecciones autonómicas — rechazan una obsesión separatista que consideran, con buen juicio, una automutilación. La importancia de la movilización contra el independentismo del 8 de octubre en Barcelona, convocada por Societat Civil Catalana, con su mezcla de banderas españolas, catalanas y europeas, es una buena muestra.
A diferencia del referéndum escocés del 18 de septiembre de 2014, que se celebró en un marco legal (acuerdo Cameron-Salmond firmado en Edimburgo el 15 de octubre de 2012), la organización de la consulta del 1 de octubre puso a la democracia española ante el hecho consumado, saltándose la legalidad a propósito. Se planteó como un desafío al orden constitucional español. Consideró nulas y sin validez todas las resoluciones judiciales dictadas al respecto, empezando por las del Tribunal Constitucional. Hizo caso omiso del llamamiento a la razón, a la unidad nacional y a la legalidad lanzado por el rey Felipe IV, que cumplió su función de monarca constitucional, aunque en Cataluña algunos esperaban también un mensaje apaciguador.
La independencia requeriría una enmienda de la Carta Fundamental que fue aprobada por amplia mayoría en Cataluña y también por todo el pueblo español. La Constitución no se puede enmendar y menos aún derogar con una consulta ilegal, chapucera, en la que no ha participado la mayoría el censo electoral catalán. Los independentistas no se molestaron en medir las consecuencias de una aventura de la que fueron rehenes, directamente, 7,5 millones de personas, e indirectamente Españay Europa. Europa debe aprender la lección de esta resurgencia de una enfermedad antigua. Cuando se expulsa la nación, el nacionalismo vuelve al galope con formas degradadas, miniaturizadas, pero virulentas.
¿Cuál es el hilo conductor de estas incongruencias? El odio al Estado-
nación. ¿Quién va a pensar que liquidando las viejas naciones surgirá un mundo libre de sus viejos demonios? Cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, está hablando de la ciudadanía y la soberanía europea, ¿cómo va a crearse un demos europeo si los catalanes ya no quieren «hacer nación» con los españoles, si quieren «hacer nación» aparte? ¿Qué ciudadanía supranacional se va a construir con ladrillos nacionales rotos en pedazos? Cuando lo que Europa necesita es fuerza y unidad, en un mundo inestable e inquietante.
¿En qué acabaría un proceso separatista que sigue en sus trece, con su extraña proclamación de independencia «suspendida»? En una partición unilateral, impuesta con dolor y a costa de disturbios que mañana pueden ser violentos y degenerar en enfrentamientos. En una fuerte crisis económica generada por la incertidumbre que combinaría huida de inversores y pánico bancario, monetario y financiero. En un control estricto de la sociedad catalana a la que los independentistas, en contra de todos los demás, pretenden meter en el redil del autismo identitario. En un divorcio con el mundo hispanohablante. En una división profunda y duradera de la sociedad catalana. En una ruptura con Europa, porque esta no aceptará nunca el golpe, con todas las consecuencias aduaneras, monetarias, fiscales, migratorias e institucionales que acarrearía el extrañamiento inmediato de Cataluña y la larga espera posterior en la cola de las peticiones de admisión. Este guion regresivo, en el que todos pierden, fue totalmente escamoteado durante la «campaña por el referéndum». Por eso en otoño de 2017, a demanda de Societat Civil Catalana, decidí dar un paso al frente. Con Mario Vargas Llosa y Josep Borrell, pero también con Inés Arrimadas, Albert Rivera, Miquel Iceta y Josep Piqué, con militantes políticos, con sindicalistas e intelectuales, hemos defendido una idea determinada de Cataluña, de España y de Europa.
Y sobre todo de vivir juntos.
¿Qué puede negociar el Estado español con una parte que tiene el unilateralismo como línea de conducta? En realidad solo se podrían negociar las formas de secesión. El 10 de octubre Carles Puigdemont y la mayoría independentista del Parlamento catalán no hicieron la menor concesión sobre la independencia, que consideraban un hecho después del 1 de octubre. El «diálogo» que proponían a Madrid solo podía referirse al calendario y los detalles prácticos de la salida de España, lo cual, evidentemente, es inaceptable para las autoridades constitucionales españolas. La aplicación del artículo 155 de la Constitución y la respuesta de la justicia — cuya independencia todos reconocen — eran inevitables. La respuesta de las instituciones europeas, en especial por boca de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión, de Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, y de los principales jefes de Estado y de gobierno, puso fin al sueño o a la pesadilla de una Cataluña independiente dentro de la Unión Europea y de la zona euro. La Unión Europea ha rechazado tajantemente, y debe seguir haciéndolo, las pretensiones de los independentistas. Su respuesta ha sido firme ante unos acontecimientos que amenazan gravemente la perennidad de Europa.
La firmeza de la Unión Europea y del Estado español y su democracia no excluye en absoluto el diálogo con todos los que respeten el Estado de derecho y los principios democráticos. Este es el sentido de las primeras medidas del Gobierno Sánchez. Hay mucha tarea por delante para reformar España, mantener su unidad sin descuidar su diversidad, luchar contra la corrupción que ha contaminado a una parte de los responsables políticos españoles y catalanes, y restablecer el pacto social, quebrantado por una crisis económica sin precedentes. Aún se puede hacer mucho para aprovechar las bazas de Cataluña y de esa marca mundial excepcional que es Barcelona. Se puede hacer mucho para restaurar un clima de tolerancia en la sociedad catalana hoy dividida, fracturada, en cada una de sus familias. También harán falta señales fuertes de Madrid dirigidas a Cataluña y Barcelona que restablezcan la confianza. Se necesitará tiempo, valor, grandeza de ánimo y diálogo. De ahí mis compromisos múltiples basados en convicciones firmes, el respeto a todos y cada uno y la voluntad de reconciliación.
Volvamos a la sardana. Se baila en corro con los brazos levantados, cogiendo la mano del vecino o la vecina para formar una cadena humana, mientras que el compás, solemne y alegre a la vez, requiere que los danzantes mantengan una excelente sincronización, con un verdadero sentido del ritmo. Visto de lejos todo parece fácil, pero de cerca uno se lo piensa dos veces antes de meterse en el corro y en el torbellino. Cuando miraba a mi padre bailar delante de la catedral de Barcelona nunca imaginé que la cadena pudiera romperse por la voluntad de unos catalanes. Por tanto, cada uno de nosotros tiene una tarea por delante que permita restaurar todos los eslabones de esta cadena. Tal es el sentido de este libro colectivo que, además de hacer la anatomía del procés con un repaso de los momentos cruciales de esta crisis, da pistas para salir de ella. Soy optimista, porque creo en la capacidad de Cataluña y España para seguir construyendo un destino común.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.