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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ráfagas antieuropeas

El ‘procés’ ha abierto una vía de agua en el europeísmo de las derechas nacionalistas catalana y española

El Parlamento Europeo, durante una sesión plenaria.
El Parlamento Europeo, durante una sesión plenaria.PATRICK SEEGER (EFE)

A nueve meses de los comicios europeos de 2019, peligra la excepción española al auge euroescéptico y antiinmigrante en Europa. En la última década, la gestión comunitaria de la crisis mermó el entusiasmo europeísta español. Pero ningún partido anti-sistema, nacionalista, antiinmigración y antieuropeo como los que crecen en nuestro entorno consiguió representación parlamentaria. Ahora, sin embargo, por las grietas abiertas por la tormenta del procésy su represión, se cuelan ráfagas del intenso vendaval nacionalista que barre Europa.

Por una parte, los sondeos apuntan a una posible representación en Estrasburgo de Vox, que se reclama parte de esa derecha nacionalista y xenófoba de Salvini, Orbán, Le Pen, Farage o Kazcynski. Por otra, en el último año irrumpieron en el escenario político español y catalán propuestas, posiciones y prácticas políticas propias de ese mismo espacio político.

El viraje hacia el discurso duro y alarmista de Ciudadanos y PP en la cuestión migratoria es una novedad a señalar. De momento, la opinión pública española sigue siendo de las más resistentes a la agitación contra la inmigración. Veremos hasta cuándo. En 2010, por pocos votos no ocurrió la normalización del discurso antiinmigrante que hubiese supuesto la entrada de Plataforma per Catalunya en el Parlament. La tentación electoral de sacarle rédito a la cuestión ha reaparecido este verano, en el escenario central de la política estatal.

La confrontación sobre la independencia de Cataluña ha abierto una vía de agua en el europeísmo de las derechas nacionalistas catalana y española. Tras el no reconocimiento de la independencia y el apoyo europeo a la unidad de España, el sentimiento anti-UE emergió primero en Cataluña. A principios de este año, las encuestas revelaron el aumento de contrarios a la pertenencia a la UE, en particular en la derecha independentista catalana. Algunos de los apoyos más firmes al procés, aceptados por líderes independentistas sin mucho donde elegir, vinieron de la derecha antieuropea y antiinmigración de Bélgica o Finlandia.

Medio año más tarde, ante las negativas a las órdenes de extradición, no pocos en la derecha española se giraron contra Europa. El eurodiputado popular González Pons pedía al gobierno la suspensión de la libre circulación de personas (en plena temporada turística). No es probable que el sector más radicalizado del independentismo ahonde en una posición euroescéptica; ni que la pugna por el espacio derechista entre el PP y Ciudadanos se dirima en tono de abierta hostilidad al proyecto europeo. Pero conviene no ignorar la aparición de tics antieuropeos (o, al menos, eurooportunistas) en los espacios que más se vistieron con la bandera azul estrellada. Ni pasar por alto la reivindicación estridente de lo nacional frente a lo europeo.

Por último, aumenta la polarización. En el espacio comunicativo (medios y redes sociales) la virulencia de esa polarización es llamativa. Es novedosa la preocupación por la posible intervención manipuladora de actores exteriores. Para los agitadores del espacio digital, el procés se ha revelado una mina: públicos cautivos y extremadamente reactivos en ambas posiciones nacionalistas, susceptibles de fácil movilización en tormentas de ira virtual. En las calles, la polarización se vive con enfrentamientos de baja intensidad alrededor de guerras de símbolos, y también con un resurgir de la extrema derecha más radical, ante la pasividad, cuando no complicidad, de parte de unas fuerzas de seguridad que ven reafirmada su impunidad.

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No hay ninguna garantía de que los que agitan estos elementos propios del nacional-populismo —euroescepticismo, alarmismo antiinmigración, polarización, acoso mediático— acaben siendo quienes se beneficien de su emergencia. Si alguien consigue conectarlos con elementos preexistentes como el desengaño por las recetas económicas de Europa, la desconfianza en los políticos y partidos, la lejanía del poder de Bruselas, o la frustración por una normalizada precariedad laboral y vital, podemos estar a meses de un despegue político del nacionalismo antieuropeo. No somos tan distintos de Italia.

El Parlamento Europeo, con pocas barreras de entrada y generosos recursos para quien consigue representación, ha sido, paradójicamente, una palanca de crecimiento de partidos nacional-populistas en todo el continente. Y quien piense que las elecciones europeas no representan más que un escenario secundario, sin repercusión política en España, debería recordar que las europeas de 2015 abrieron las puertas a Podemos y a Ciudadanos.

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