Los partidos o el movimiento
La maniobra de Puigdemont choca con el intento de los partidos independentistas de volver al realismo
Articular de nuevo un espacio político como el que Jordi Pujol aglutinó durante dos décadas largas le está resultando muy problemático a la dirección del PDeCat. El universo social del pujolismo se ha dispersado y no está muy claro que sea posible volver a reunirlo sin contar con un liderazgo potente como el del fundador. La aventura independentista de 2017 ha dejado un nutrido martirologio político, un grupo de dirigentes con el aura sacrificial sobre su cabeza, pero no aparece ninguna figura con fuerza equiparable a la que tuvo Pujol.
El independentismo sigue siendo un movimiento heterogéneo. Hay ahí dos partidos grandes, ERC y el PDeCat , y otro más pequeño, la CUP, con sus respectivas propuestas político-ideológicas y sus intereses electorales. Están luego las dos plataformas activistas, la ANC y Òmnium Cultural, con distinta orientación y objetivos propios. El movimiento ha desatado, además, una energía social y un activismo que responde a los periódicos llamamientos conjuntos sin que sea fácil determinar a qué parte cabe vincular esta fuerza, como no sea, simplemente, al espíritu unitario que les une en sus grandes momentos.
Carles Puigdemont intenta convertirse en el director del movimiento, pero se ha orientado en sentido contrario al que han tomado los dos partidos principales, ERC y PDeCat . Puigdemont apunta a la continuación del combate, por así decir, mientras en los dos partidos se ha impuesto, no sin pugnas ni titubeos, el realismo político. Es decir, la aventura se ha acabado y ahora toca una etapa de, por lo menos, reconsideración.
Es un poco sorprendente que Puigdemont y su núcleo de incondicionales no se sienta obligado a dar paso a otro liderazgo, siendo como es responsable político de un fracaso y una derrota innegables. Como si la condición de perseguidos, encarcelados y expatriados les eximiera de rendir cuentas por haber llevado al país a este desastre. Un reajuste es lo más lógico, pero parece que, por el contario, el propio Puigdemont y sus seguidores consideran que su actuación en 2017 constituye un capital político positivo y un aval a su capacidad estratégica. Pero cuando se analiza con detalle su actuación en el otoño pasado lo que se aprecia es, precisamente, una sucesión de improvisaciones, una valoración equivocada de la relación de fuerzas, unos cálculos erróneos sobre los apoyos internacionales, culminados en unas dudas en el momento crítico cuya consecuencia fue la intervención de la Generalitat por el Gobierno del PP. Y un solo éxito: la fuga a Bélgica que, ciertamente, ha tenido la virtud de introducir unos actores europeos que tienden a atenuar la virulencia del conflicto.
Confiar la dirección del movimiento independentista a alguien con esa experiencia indicaría, simplemente, que la lista de posibles líderes es muy corta y el billete para otro fracaso. Se comprende que ERC y el PDeCat no estén por la labor. Sería como repetir la equivocación que la propia coalición independentista cometió cuando propuso a Quim Torra para presidir el Gobierno catalán. Tener un activista al frente del ejecutivo catalán puede satisfacer, quizá, a los núcleos que están a la espera de un nuevo intento como el de octubre de 2017. Pero lo cierto es que al presidente Torra no se le ha oído hablar de asuntos más sustantivos. Un ejemplo: la reciente venta de una de las mayores empresas catalanas, y la más antigua, por cierto, Codorniu, a un fondo de inversiones norteamericano. Acontecimientos como este, que llegan después de la pérdida de sedes bancarias y empresariales similares o más significativas aún, no parecen merecer la atención del gobierno catalán. Para nada. Ellos están para otra cosa, la cosa. El activismo, la agit-prop, sea en Barcelona o en Washington.
La participación del PDeCat y ERC en la mayoría parlamentaria que censuró a Rajoy y le sustituyó por Pedro Sánchez es, de momento, el principal fruto, nada desdeñable, desde luego, de la rectificación que el independentismo se debe y le debe a la sociedad catalana. Es el retorno al realismo, a la aceptación del marco político. Para andar esta senda se necesita que los dos partidos principales del independentismo tomen y tengan bien sujetas las riendas de un movimiento que les ha superado, con el resultado que a la vista está. Ahora tienen que demostrar que han aprendido la lección. La incapacidad de los partidos catalanistas en su conjunto para afrontar adecuadamente en 2010 el tajo constitucional del Estatuto de Autonomía fue lo que permitió a los independentistas capitalizar la oleada de indignación. Pero la aventura se ha terminado.
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