La fantasía del ‘clown’
El incombustible cuarteto refrenda ante 10.000 almas su fe en la pirotecnia y el maquillaje
Tres veranos atrás, en este mismo Palacio de los Deportes, se nos personaron los cuatro Kiss y sospechamos que igual no volveríamos a verles el pelo (cardado). Y qué va, ahí los tienen: mientras el cuerpo resista y las avejentadas caderas no se resientan, el circo del rock sigue resultando una opción demasiado tentadora. Los hombres de las caras pintarrajeadas parecían hace cuatro décadas unas horrendas bestias del averno y ayer inspiraron sobre todo sonrisa y ternura: se antojaban tan entrañables y deliciosamente extemporáneos como los Payasos de la Tele. Al igual que con la familia Aragón, nos sabemos todos los chistes y algunos suenan algo decrépitos, pero consentimos que vuelvan a contarlos. Nos dejamos hacer. En ello radica, bien pensado, la fantasía del clown y el encanto del maquillaje facial.
Paul Stanley, Gene Simmons y su tropa se hicieron de rogar y no comenzaron a disparar a munición hasta casi las diez y media de la noche, cuando incluso la siempre beatífica hinchada heavy mostraba síntomas de impaciencia. Es lo que tiene la parafernalia: todo lleva su tiempo. Y las plataformas estrafosféricas, los chisporroteantes fuegos de artificio o las tirolinas para plantificarse en mitad de la pista conllevan un trajín técnico notable. Menos mal que, en los aperitivos, Dave Mustaine ya había enardecido a las masas al frente de ese juguete ‘metalero’ llamado Megadeth, sobre todo al encadenar los dos misiles de ‘heavy’ apocalíptico que son Symphony of destruction y Peace sells. Todo bastante viejuno, sí, pero inequívocamente chuleta y salvaje.
Las 10.000 gargantas congregadas en el WiZink se alborotaron ya desde la inaugural Deuce, rescate del primerísimo álbum y guiño a los seguidores con pedigrí. Pero Kiss son como los parques de atracciones: un espectáculo intergeneracional, un placer culpable, un divertimento que sigue funcionando porque nunca nos los hemos tomado muy en serio. Ahora les avala el mérito adicional de la resistencia, del aullido perseverante. Y aunque la garganta de Paul Stanley no esté para mucha floritura, Gene Simmons ejerce el coliderazgo con su permanente predisposición para dejarnos como él: con la lengua de fuera.
La chavalería había acudido con las caras embadurnadas y los ídolos no escatimaron con el argumentario habitual: Stanley chapurrea castellano y alienta el consabido pique entre Madrid y Barcelona (¿existe algo más vetusto?), Tommy Thayer toma la voz cantante y ejerce la típica prestidigitación guitarrera para Shock me, Simmons domina el cotarro con I love it loud o Calling Dr. Love y va desplegando su habitual menú satánico de ingesta de llamaradas y escupitinajos sanguinolentos, estos como preámbulo para salir propulsado por los cielos en God of thunder. No solo lo hemos visto todo, sino que erockta vez ni siquiera hay repertorio de estreno para avalar la visita. Pero, tratándose de estos malotes de mentirijilla, ¿quién quiere escuchar nada posterior a 1983?
Pues no, no hubo ni una pizquinina de renovación. Stanley aprovechó la sicalíptica Love gun para pegarse su famoso garbeo en tirolina hasta el centro del pabellón y disfrutar del baño de masas subsiguiente. Y esa simbiosis no la afeó ni la pérdida del pie de micro, lo que durante un minuto le impidió cantar y tocar a la vez. Las existencias de confeti en la ciudad se agotaron para el fiestón colosal de Rock and roll all nite, con el cantante estampanando la guitarra contra el suelo mientras sus tres socios se habían subido a sendas plataformas. Fue el acabóse, en todos los sentidos. Y con un despliegue de pólvora que ni en la mascletá. Con 68 y 66 años, Simmons y Stanley no tienen seguramente edad para tanta cosmética. Y la gracia acaba de agotarse en sí misma, de puro redundante. Pero nadie puede resistirse, de higos a brevas, a un ratito de verbena rockera.
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