Rey de garganta maltrecha
El genio de la ‘new wave’ pasa una noche de apuros vocales y mucho pundonor en la apertura de las Noches del Botánico
Pese a su aspecto de eterno joven despistado y rebelde, Elvis Costello es ya un sexagenario con cuatro décadas de carretera a las espaldas y tantas canciones inmensas que no podíamos reprocharle el anuncio de que había puesto fin a su producción discografía. Pero anoche se acumulaban las buenas noticias: echaba a andar en la Complutense la tercera edición de Noches del Botánico, más prometedora que ninguna otra; Costello se nos plantificó ante 3.600 almas con sus The Imposters, que es banda enorme; y ahora resulta que sí nos entregará canciones nuevas en otoño, y no se le conoce un disco malo. Las buenas perspectivas se empañaron con la voz a ratos devastada de nuestro protagonista, que se atrevió a afrontar composiciones complejísimas (la fabulosa God give me strenght, que no entraba en las previsiones) en las que la emoción dirimía una batalla encarnizada con sus dificultades evidentes frente al micrófono.
Había amenizado la espera el carioca Seu Jorge -personaje estrafalario y dueño de una preciosa voz de barítono- con sus heterogéneas lecturas en portugués de David Bowie, esas que grabó para la película de Wes Anderson The life aquatic y nunca nos había acercado antes por aquí. Y Elvis se nos demoró hasta las 22.32, cuando la noche ya se había adueñado del día más largo. Pero nadie en el Botánico parecía pendiente del reloj: liberado de estrenos discográficos, el jefazo británico podía relamerse con éxitos new wave y debilidades personales de un catálogo tan asombroso como casi inabarcable.
Además de la voz cantante, Costello ejerce como único guitarrista en escena. Son las ventajas de acumular muchas horas de vuelo y rodearse con fieras como el teclista Steve Nieve, pletórico de imaginación siempre. Flojeaba extrañamente el sonido, algo embarullado y rácano en decibelios, y alguna pieza menos usual (Shabby doll) anduvo ya imprecisa de afinación. Pero el primer gran momento del verano llegó con la desolada Tears before bedtime, donde el respaldo de las dos coristas negras acentuaba la hondura del batacazo sentimental.
El panorama se enturbió a partir de Watching the detectives, un clásico al que no se le agota la mecha pero con el que el bueno de Declan MacManus pareció atragantarse de manera inesperada. Y los apuros con su garganta imprecisa los corroboramos en You shouldn’t look at me that way, una ambrosía de crooner que vivimos más preocupados por las notas agudas que por la gozosa excelencia de su escritura.
Lo mejor de un hombre con tanto repertorio y recursos es que ni se achanta ni elude los retos. El falso final de Pump it up era un festín y un amago de adiós, apenas prolongado durante un minuto, que ocultaba una buena tanda de bises. Inaugurados con Alison en lectura desnudísima (guitarra, voz y coros), para marcar territorio.
En una situación de apuro, el problema de Costello es que carece de canciones sencillas y no puede eludir los laberintos de sus partituras. El sonido había mejorado mucho y nuestro hombre se desgañitó con Accidents will happen y She, donde las imprecisiones podían lidiarse con toneladas de pundonor. Pero Adieu Paris, sentado al piano de cola, se tornó en crudo sufrimiento colectivo.
La segunda mitad de la noche, que en la hoja de repertorio comprendía 13 piezas, quedó reducida a siete e incluyó un homenaje a Allen Toussaint (“un buen amigo que nos dejó precisamente en esta ciudad”) que tampoco figuraba en el guion. El final sí que fue el previsto, ese (What’s so funny about) Peace, love and understanding prestado por Nick Lowe, pero el entusiasmo en el jardín no podía ser tanto como habría señalado cualquier pronóstico. Mucho mérito para una mala noche; un balance agridulce.
En su fascinante autobiografía, Música infiel y tinta invisible, este Elvis ventilaba su escasa adhesión monárquica con una frase deliciosa: “En mi casa no siempre nos pareció buena idea que Dios salvara a la reina”. Nosotros, después de lo de anoche, siempre podremos rogarle a los cielos que le guarden muchos años a él. Y, por favor, a su garganta.
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