James Rhodes: “Debería haber una política de tolerancia cero ante los abusos sexuales a menores”
El pianista y escritor británico participa en Castellón en una jornada sobre el trauma del acoso
Noventa minutos de conversación pautados por el silencio del público ante las devastadoras reflexiones del músico James Rhodes (Londres, 1975) sobre los abusos sexuales que sufrió de niño. Como la de que el silencio social es la mejor baza para los perpetradores de esos abusos. Y todo, ante un abarrotado Paraninfo de la Universitat Jaume I de Castellón, reunido en la clausura de la jornada Miradas sobre el trauma: abordaje del abuso sexual en la infancia. En ella ha compartido parte de un pasado traumático reflejado ya en su libro Instrumental.
Una charla sobre la felicidad y la obsesión por alcanzarla. Sobre la invisibilidad social de quien sufre un trauma en la infancia como los abusos sexuales. Sobre la vida, o la mera “existencia”, tras él. Sobre la esperanza, la justicia, la culpa, la rabia, la vergüenza. La necesidad de ser escuchado, y de gritar. Sobre la música: ese “mundo mágico al que uno se puede escapar”, enumera el artista.
La ironía que salpica el discurso calmado, y franco, del reconocido pianista, compositor y escritor británico logra, sin embargo, quebrar este silencio. Con esa misma franqueza pide una política de “tolerancia cero” ante el abuso infantil y critica que en España, su hogar desde hace meses, estos delitos prescriban. Tardó 30 años en denunciar. “Si lo hubiera hecho aquí, no habría pasado nada”. También reclama menos burocracia y “presupuestos ilimitados” para la intervención con quienes han vivido esta experiencia traumática.
Rhodes pone voz a las niñas y niños víctimas de abusos sexuales. Los mismos que él sufrió de los seis a los diez años por parte de un profesor, con sus secuelas: suicidios fallidos, drogas, locura, hospitales, terapias y autolesiones: “Esta fue para mí la adicción más difícil de parar”, dice. Y que sufren, según datos plasmados en la sesión, uno de cada cinco menores: el 20% de la población. El porcentaje deja sin aire. Como las palabras de Rhodes. “A veces creo que no hay esperanza. Si eres paciente y tienes suerte y a la gente adecuada en tu vida, hay cosas que pueden mejorar. Pero las personas que han sufrido un trauma, si sobreviven a eso no viven. Sólo existen. Yo me pasé muchos años existiendo, sin vivir”.
El músico se afana en ponerle rostro al trauma para que se pueda entender el sufrimiento de la víctima y perfilar una atención profesional adecuada. Un punto y seguido a la vida tras el infierno. “Vosotros –ha dicho a los 400 profesionales sanitarios, de servicios sociales y docentes participantes en la jornada- podéis marcar la diferencia, y me impresiona lo que hacéis, aunque es difícil ayudar a las víctimas abusadas, no confiamos en ello”.
Precisamente tomar conciencia de esta realidad ha sido el objetivo del congreso, que sitúa al abuso sexual como el trauma más devastador durante la infancia y con importantes secuelas. Aislamiento social. Insomnio. Trastorno mental grave. Cuadros disociativos, como los diagnosticados al autor: “Cuando era niño y las cosas iban mal era como si saliera de mi cuerpo y volara, así disociaba…”.
Visibilizar, e intervenir cuanto antes, es clave, según Rhodes. Incide en que la mejor ayuda para los niños que han sido abusados es “escucharles, darles la oportunidad de hablar, de gritar o de llorar. La reacción automática es decir: no llores. Y eso es muy destructivo”. “No quiero que me pongan en una habitación oscura, quiero que me vean. Es difícil, pero necesario”. Él recuerda a la primera persona que le escuchó, y le vio. Cómo vestía, su cara. “No me juzgó, y hubo esperanza”.
También recuerda a los “ocho psiquiatras y dieciocho psicólogos” –“loqueros”, apostilla- por los que ha pasado. Con fortunas distintas, reconoce. “Cada vez que dicen: si no puedes hablar de lo que pasó, perdonarte y quererte, no podemos progresar más, y entonces les digo, gracias. Y me voy. Y así sigue el círculo”, añade con ironía. “Para mí, lo que me dicen que tengo que hacer para curar ese pasado es un trabajo imposible. Sin embargo, ha funcionado cuando me han dicho: vamos a intentar hacer tu mundo de hoy tan soportable como sea posible”.
Para Rhodes, el silencio y mirar hacia otro lado es “un puñal”, pero también una “reacción humana común” porque, dice, es difícil encajar el daño que se le puede hacer a una persona tan vulnerable como un niño. Cuando él lo era “y me estaban abusando, nada se hizo”. “Salía histérico –de clase- y lleno de sangre y dejaron que continuara. En ningún mundo tendría que ser posible que un profesor entre en clase, vea que otro está violando a un alumno y cierre la puerta sin tener la obligación de denunciar”.
Y aquí, en este punto de la charla, emerge la pregunta sobre quién es responsable y culpable último de los abusos sexuales a menores. “A la sociedad es a la que hay que echarle la culpa, los perpetradores –de los abusos- saben de ese silencio y se benefician de la situación. No hay que ser un supercientífico para entender que si a un niño de seis años le amenazas con frecuencia con matar a sus padres si habla, se lo va a creer. Yo me lo creí. La sociedad es responsable, tendría que haber una política de tolerancia cero en este tema”.
Consciente de que voces como la suya ayudan a vislumbrar la escala del problema, Rhodes sigue dando pasos al frente. Paliando con largos paseos, música y sobredosis de Netflix sus días malos. Lidiando con la “vergüenza” -el sentimiento con el que le resulta más difícil convivir- y con la rabia. La que le genera haber sido abusado. “Cuando mantienes de niño un secreto así te conviertes en el cómplice –del abusador-. Con seis años estás protegiendo a ese adulto y es como si los dos hubierais robado un banco”. La rabia, dice, alimenta su resiliencia. “Nos hace hacer cosas extraordinarias”. Como cualquier creación artística. De bailar tangos a escribir, la fotografía o el piano. La música es “una droga maravillosa y perfecta”. Ella, junto a “tres o cuatro personas”, son las que le imprimen la sensación de seguridad y de estar anclado. Su idea reformulada de felicidad. Esa que “va y viene”. Sin obsesiones. “Para mí el objetivo de ser feliz no va. Intento vivir lo mejor que puedo con todo el ruido que tengo en la cabeza”.
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