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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Hermitage en Barcelona

Barcelona no anda sobrada de gran arte. Nunca tuvo una colección real. La carencia se nota, sobre todo para el arte europeo de los siglos XVI al XVIII y para la Vanguardia de principios del XX

Pablo Salvador Coderch
Emplazamiento donde está previsto construir el Hermitage.
Emplazamiento donde está previsto construir el Hermitage.CARLES RIBAS

Dos hombres —uno recostado sobre el suelo, sentado el otro— observan absortos dos carpas doradas en una pecera. Arriba, unos arcos trazados en negro sobre cuatro figuras más, igualmente sentadas. El café moro —Le café Maure—, o árabe (en traducción corregida por la política) de Henri Matisse es un óleo grande, pintado poco antes de la Primera Guerra Mundial. El cuadro encarna estados de ánimo que el pintor de la alegría de vivir admiraba en la cultura marroquí: serenidad relajada, contemplación tranquila, tiempo desdeñado. Cuelga en el Museo del Hermitage de San Petersburgo (tienen más de treinta obras de Matisse) y estaría bien que lo trajeran a Barcelona, una ciudad que vivió de espaldas a la Primera Vanguardia artística europea durante el primer tercio del siglo XX. Ansío más: habría de fraguar finalmente el proyecto de construir una franquicia del museo ruso en la nueva bocana del puerto, el Hermitage Barcelona —www.hermitagebcn.com/es/—.Hay una en Amsterdam, ciudad exigente, bien tenida y mejor gobernada. Y en Westminster, Londres, el Hermitage ocupa varias salas de la Somerset House. Nadie se queja.

Al Hermitage ruso le sobra obra (la que tiene desborda las mil quinientas habitaciones del Palacio de Invierno, invadiendo edificios contiguos). Los rusos atesoraron arte desde Catalina II, la Grande (1729-1796). Ahora pugnan por la diplomacia cultural. Su colección es inmensa y no se nota que Stalin vendió casi tres mil cuadros en los años treinta del siglo pasado.

Comparativamente hablando, Barcelona no anda sobrada de gran arte. Nunca tuvo una colección real, a diferencia de Madrid (cuyo Museo del Prado conmemora este año su segundo centenario) o de San Petersburgo. La carencia se nota, sobre todo para el arte europeo de los siglos XVI al XVIII y para la Vanguardia de principios del XX. Nuestra ciudad conserva planta romana (el cardo se deja entrever por Llibreteria y el Call; el decumano atraviesa la ciudad antigua desde el Portal del Bisbe hasta Regomir, pasando por Bisbe y Ciutat), tiene buenos románico y gótico (¡Santa María del Mar!), pero el Renacimiento fue escaso. Y el Barroco, que llegó tarde y duró muchísimo, sufriría en invasiones y contiendas civiles. Luego, aunque la ciudad construyó y pintó insuperada en el Modernismo, sus burgueses siempre proteccionistas amaron a Casas, a Mir o a Meifrén, mientras ignoraban a Cézanne, a Matisse o al mismo Picasso, igual que décadas antes habían orillado a los impresionistas. El legado de Francesc Cambó, hoy en el MNAC, incluye medio centenar de obras excelentes, pero se detiene en el siglo XIX. Incluso hoy, algunas de las colecciones barcelonesas más notables, como la reunida por la inteligente Fundació Vila Casas, se ciñen a obra nuestra. Aquí el cosmopolita es frecuentemente escarnecido; el vernáculo, periódicamente maltratado: tengo conocidos cultos (y obtusos) que todavía hoy celebran la depuración por el fuego en 1936 del altar barroco de Santa María del Mar, por aquello de que posibilitó recuperar el gótico originario del siglo XIV.

Un museo del Hermitage en Barcelona llenaría vacíos de siglos y complementaría estilos que podemos encontrar muy a medias en el MACBA o en el MNAC (por cierto, el director de este último se ha opuesto a la iniciativa del Hermitage, la cual ha etiquetado de modelo “colonial imperialista”. ¿Vienen los rusos? No, no, solo la competencia). El nuevo museo daría trabajo directo a más de ochenta personas e indirecto a muchas más. Sí, ya sé, algunos ven a los visitantes como invasores de su estilo de vida, un dolor, sobre todo si quienes así opinan no tienen hijos en paro o deseosos de trabajar para una institución artística, como restauradores —de cuadros o de cocina— carpinteros, guías, iluminadores, fontaneros, o artistas. Esta ciudad se encierra a veces en sí misma, acaso porque es pequeña (cien kilómetros cuadrados, Madrid cuenta seiscientos) o porque, por recelar de los de fuera, acaba maltratando a los de dentro (impensadas consecuencias de decisiones políticas aplazadas para que nadie se altere). Yo vivo cerca de un museo sin experimentar prurito: abren tarde, cierran pronto y las cenas son tranquilas.

Los promotores del proyecto nos recuerdan que estas ocasiones no menudean en un siglo. Les animo a ustedes a apoyarles. Eso sí, con jovial tranquilidad, sin agria vehemencia, que Matisse vivió derrochando alegría hasta el punto de que al final de su vida, cuando ya no podía pintar, recortaba figuras de papel. Bailan. Me gustaría verlas en Barcelona. Con su permiso.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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