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Las mejores galas y palmas al compás

Invitados y personalidades llenan el Palacio de la Ópera en el Concierto de Navidad, finalizado con la habitual ‘Marcha Radetzky’

Un año más, la Orquesta Sinfónica de Galicia ha celebrado “su” concierto de Navidad. Entrecomillado, sí, porque en realidad es el que una empresa productora y distribuidora de energía regala a sus propios invitados. Este concierto es el único superviviente de los tres que la OSG celebraba hace años por estas fechas: el de esta empresa, el de la entonces fundación de mayor potencia y presencia cultural en Galicia y una gala de Reyes que comenzó siendo a beneficio de UNICEF y que desapareció como el anteriormente citado: disuelto también por efectos de lo que se ha venido en llamar “la crisis”.

Como en anteriores ocasiones, el concierto contó con una asistencia extraordinaria. Literalmente: es el único del año en al que suele asistir el presidente de la Xunta y uno de los pocos en los que la OSG cuenta con la presencia del alcalde de la ciudad. Sentados en la segunda fila del palco presidencial, ambos mandatarios estaban escoltados a cada lado por quienes parecían ser dos representantes de la empresa organizadora del concierto, más dos señoras al frente, en la primera fila. El público lucía sus mejores galas como si se tratase de una prima alla Scala y algunos asistentes no dudaron en inmortalizar su momento –que para ellos, por las mismas y literales razones antes citadas, también era extraordinario- con las cámaras de sus móviles.

El concierto propiamente dicho comenzó diez minutos largos después de la hora anunciada -seguramente el tiempo que se estima necesario para un acceso seguro de las citadas autoridades-, con La hija de Pohjola, de Jan Sibelius (1865 – 1957). Desde la oscuridad del acorde inicial y del solo del chelo de Ruslana Prokopenko, la versión de Slobodeniouk y la Sinfónica tuvo toda la descriptividad de temas y ambientes propia del género del poema sinfónico.

La Sinfonía nº 5 en si bemol mayor, D. 485, de Franz Schubert (1797 – 1828) se abre con apenas tres acordes de las maderas desde los que una corta escala descendente desemboca directamente en el primer tema de, cantado por las cuerdas. Un límpida brillantez recorrió todo el Allegro en la interpretación del sábado. La ligereza schubertiana en estado puro mostró al Schubert de sus momentos optimistas en todo su esplendo antes de la fuerza llena de precisión del tema que trepida en rápidas semicorcheas. La ausencia de los aplausos extemporáneos tan habituales en estos conciertos de Navidad tras cada movimiento sinfónico, fue la primera gran novedad de la noche.

La serenidad de la primera sección del Andante con moto eleva espíritus. Los solos de flauta de María José Ortuño, regresada en buena hora, pusieron la nota de luz. Las modulaciones armónicas características de Schubert fueron aprovechadas por Slobodeniouk para elevar la tensión expresiva e introducir en el discurso sinfónico el Schubert dramático, lo que llegó sin duda alguna al público asistente. Y si, como es sabido, la tensión es la causa fundamental de las toses entre movimientos, la lógica consecuencia en un concierto de estas características es el aplauso tosido, que en esta ocasión comenzó tímido pero desplegó tuvo un ligero crescendo. Casi rossiniano, eso sí.

La fuerza y precisión del Minueto tuvieron un precioso contraste en la morbidez aterciopelada del tema del Trio. Finalmente, el Allegro vivace tuvo la luz y sombra -algo acentuado por el dramatismo emanado de la prolongación de un silencio en calderón- de las óperas mozartianas con libreto de Da Ponte y una eficacia conclusiva digna del maestro Haydn.

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Tras el descanso, con el ya tradicional obsequio de bombones y cava por parte de la empresa organizadora, la Sinfonía nº 4 en fa menor, op. 36 de Píotr Ílich Chaikovski (1840 – 1893). Una obra llena de ese pathos que vertebra progresivamente las tres últimas sinfonías del ruso y que habrá de finalizar en la sobrecogedora disolución vital del final de su Sexta. Este carácter impregnó la versión del sábado en A Coruña (el mismo programa se había tocado el jueves para la Sociedad filarmónica Ferrolana).

La introducción –Andante sostenuto­- a cargo de los metales, que tuvo la debida fuerza, fue continuada en el Moderato con anima por unas cuerdas llenas de un fuerte nervio interior mullido por un timbre exteriormente aterciopelado. La sección central del movimiento estuvo presidida por una serena fuerza y la elegante condición danzante de los valses chaikovskianos antes de desencadenarse la zozobra de los trémolos de las cuerdas. A destacar, la delicadeza del subrayado rítmico desde los timbales de José Belmonte, la redondez de una sección de trompas en estado de gracia y la fuerza de los acordes finales que, como era de esperar, desataron muchas manos en un aplauso; este de duración ya apreciable en segundos.

El Andantino in modo di canzona pasó de la espléndida levedad del oboe de Casey Hill al dramatismo de las escalas en unísono de las cuerdas recorriendo octavas ascendentes y descendentes. Y ello pasando, en el canto de los temas, por la fuerza que da la evidencia cuando se expresa sencilla y serenamente. Un detalle de la calidad de los músicos de la Sinfónica que, seguro, apreciarían los catadores musicales más experimentados presentes en el concierto: el color logrado por violas y chelos en esas tres notas que dan sucesivamente ambas secciones. Fue un momento que los músicos de la OSG ascendieron de anécdota de simple transición a categoría de relámpago de emoción. Y es que la mejor música se caracteriza también la diferencia que marcan los detalles, que en arte nunca son pequeños.

El Scherzo tuvo sus mejores momentos en la precisión de unos pizzicatos muy expresivos. Y en la agil viveza y color de los solos de piccolo de Juan Ibáñez, cuya audición fue el equivalente sonoro de la observación del vuelo de un colibrí. El Allegro con fuoco final fue tocado a la velocidad de vértigo impuesta por Slobodeniouk, una de esas ocasiones en las que el maestro impone un tour de force repentino a sus músicos. La concentración que exige lo inesperado se traduce entonces en música llena de un vigor y sentimentos fuera de lo común.

La Marcha Radetzky es a estos conciertos lo que se podría llamar una parte en obligato. Entró hace tiempo en ellos, por imitación del Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena pese, a su total carencia del mínimo espíritu navideño (fue compuesta en honor de un mariscal que tras sus batallas en el norte de Italia reprimió con sangre manifestaciones populares en su propio país). Pero la costumbre a veces se convierte en tradición y la de dar palmas a compás parece que va en aumento. Venga o no a cuento -como en el tristísimo Concierto de Navidad de 2012, cuando tan lúgubres y desacompasadas sonaron-. Menos mal que Slobodeniouk también sabe dirigir eficazmente al público y a este no se le escapó ni una fuera de su momento. Prácticamente.

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