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CANCIÓN Tift Merritt

La intersección perfecta

La mejor voz campestre desde Emmylou Harris riega de emoción el Berlín en su estreno madrileño. Y en El Sol, otros dos estrenos femeninos: Gordi y Julien Baker

La intérprete Tift Merritt, que regó de emoción el Berlín Café en su estreno madrileño.
La intérprete Tift Merritt, que regó de emoción el Berlín Café en su estreno madrileño.

Qué sería de nosotros sin las ambrosías que de cuando en cuando salpican las salas pequeñas. Nadie entiende muy bien por qué Tift Merritt no llena pabellones, ni siquiera en los territorios campestres donde nació (Texas) o que la albergan (Carolina del Norte). Pero su visita de este viernes al Café Berlín, la primera a la ciudad, confirmó todas las sospechas de que nos acompañaba una de las artistas más deslumbrantes que ha conocido la música estadounidense de raíz en este siglo ya no tan nuevo.

Merritt aterrizó en formato reducido, con el único respaldo de Bart Vervaeck, que aportaba el pedal steel y las segundas guitarras, pero su imponente dominio escénico amortiguó cualquier recelo. Porque nuestra heroína de Houston parece agraciada por la varita de los dioses en todas las facetas: intensa y emotiva cuando se sentaba al piano, sobrada en el dominio de la guitarra acústica (aunque le queda feo ese tic de echarse la mano izquierda a la espalda cuando no pisa ningún traste), inspiradísima como autora de canciones para almas en combustión. Y dueña, sobre todo, de esa voz fabulosa que tan pronto acaricia como duele y araña.

El reciente y muy notable Stitch of the World acaparó la primera parte del concierto, con joyas como la pieza titular o la muy soñadora My Boat. Como en una intersección perfecta, Tift parece aglutinar lo mejor de nuestras chicas favoritas: el pundonor de Lucinda Williams (aunque igualar en ese apartado a la autora de Passionate Kisses parece inviable), la dulzura de aquella Emmylou Harris más madura y sosegada de los años ochenta (muy palpable en la fantástica Dusty Old Man) o la vulnerabilidad de otra rubia ilustre e infravalorada, Laura Cantrell, que medio año atrás nos visitó en este mismo escenario. Todo eso y más es Merritt, inmersa en un talentoso suma y sigue.

Fue una noche cercana, cálida y cómplice, en la que Tift confesó la emoción de jugar con su hija de 18 meses por los parques de Madrid, pidió disculpas por el gobierno de su país, admitió que el día que Don Henley la llamó para decirle que iba a grabar su Bramble Rose junto a Mick Jagger lo atribuyó a una mala resaca y terminó cantando sin micrófono, como demostración de que ese vibrato cercano y prodigioso no era fruto de ningún apaño técnico. Pero nada, dentro de lo mucho bueno, como escucharla sola al piano en I Wanna Go With You, con la emoción taladrando la epidermis, y en la aún superior Good Hearted Man, donde rompía la voz entre Janis Joplin y una Bonnie Tyler rehabilitada.

Las interjecciones escuchadas al vuelo tras su finalización oscilaron entre el “Guau” y algún explícito “¡Joder!”. “Qué error no haber venido antes”, exclamó ella, agradecida por tanto cariño y aplauso. Y sí, estamos de acuerdo: ojalá no reincida en ese mismo fallo.

La australiana Gordi Thorn.
La australiana Gordi Thorn.
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Y se hizo el silencio

La noche estaba lo bastante hermosa como para llamar a las cercanas puertas de El Sol, donde también se estrenaban en Madrid dos mujeres muy jóvenes y aún más valiosas. En el caso de la australiana Gordi, contrastaba su humor burlón con la delicadísima factura de unas canciones como de porcelana: tristonas, bellas, expectantes. “Sé que mi nombre artístico os suena muy gracioso. Tenía que haber comprobado antes el significado en castellano...”, se carcajeó ella misma antes de revelarse como una especie de Tracey Thorn, pero con la voz más armada y redonda. Su debut, Reservoir, incurre en algunos arreglos algo superfluos, pero el repertorio es, tan precoz, ya magistral. Y el silencio casi sepulcral que obtuvo durante tres cuartos de hora era como para llorar de la emoción.

Gordi recurrió en una ocasión a los sampleados y las voces procesadas para engrandecer su sonido. Y es el juego con la pedalera, las grabaciones en bucle y demás pequeñas triquiñuelas tecnológicas un sustento sobre las tablas para el discurso de Julien Baker. Si la de Sydney ya era intimista, esta muchacha de Memphis resultó sencillamente espectral, lo que parece un rasgo pasmoso en una chavala de apenas 22 añitos.

Su recientísimo Turn Out the Lights nos había resultado un disco muy emotivo, pero en directo bordea la conmoción. Julien Rose Baker nos deja, en efecto, la sala casi en penumbra, se comporta como un animal herido o compungido y desnuda tanto el alma que lo suyo no se sabe bien si es sangrado o catarsis. Se define como “cristiana gay” y canta sobre miedos, soledades, acumulaciones de errores o búsqueda de revulsivos. A veces fuerza la garganta tanto que del dulzor pasa a la raspadura. Siempre con un manejo muy preciso de los arpegios en la guitarra. Siempre con la sala envuelta en un silencio denso, insólito, maravilloso.

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