Hojas son alas
El autor compara el acto de la creación literaria con la llegada del otoño a Madrid
Al filo de la realidad, allende las malas noticias y lejos del ruido del mundo, Madrid es un espacio expandible con recovecos entrañables donde reina el silencio y fluye una ligera brisa casi imperceptible, ideal para el intento de poner en palabras los inventos de la mente. El teclado se vuelve un huerto cultivado a golpe de cada una de las yemas de los dedos y las hojas en blanco se elevan flotando en una confusión literal donde parecen mariposas amarillas u hojas ocres que quieren anaranjearse, flotando como una parvada de insectos en otoño sobre la cabeza enmarañada de quien ha logrado aislarse del bullicio de las calles, de las iras desatadas en la plaza pública y pasea su prosa por las calles recién llovidas por su propia inspiración.
Hojas son alas que se elevan como la delicada voz de una soprano inventada y Madrid confirma entonces que hay un perfil de su larga biografía que sólo se entiende en saxofón o en la lectura que se sigue línea por línea sobre los antiguos bulevares de un sosiego ya olvidado. Quien lo conoce, va leyendo en las caras de los paseantes el verdadero rostro de una ciudad que te mira directamente a los ojos: Madrid de miraditas al vuelo, en el paso de cebra o en la ventanilla del autobús, como si descubrieran los detalles de una trama que aún no termina de ser escrita sobre el teclado donde salen las hojas de un otoño personal.
Madrid de las palabras que se van hilando sobre el papel como un elegante desfile de hormigas negras que han de cercenarse por sílabas y frenar en los semáforos de la supuesta convivencia en cuanto las nubes abren un paréntesis con puntos suspensivos. Es la ciudad ideal para imaginar que todo lo imaginable se va plasmando sobre las hojas de un otoño soleado con ecos del frío que nunca se olvida e incluso, añoranza de los calores que se transpiran cerca del mar; la ciudad de las inspiraciones instantáneas y los párrafos cortos, los capítulos que anhelan eternizarse y la vida misma, encuadernada en piel del parque, tipografía de farolas, tinta de palacios imperiales y todos los personajes verídicos e inverosímiles que van desfilando como pequeños dibujos en la mente de la novela que se escribe al vapor, en el fragor de un Madrid literario hasta en los charcos donde la noche refleja junto a la luna un puñado de hojas marrón ya dormidas sobre una novela inédita que no es más que el espejo fiel no sólo de su anónimo autor, sino de cada uno de los desconocidos lectores que han de merecerla en sus manos abiertas, como mariposas.
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