Palabras y gestos
Quienes crean que en política demostrar una emoción sincera es síntoma de fragilidad deberían revisar su comportamiento con la misma exigencia que la actualización de su discurso
Hablamos con palabras prestadas. Las hacemos nuestras para expresar lo que toca más que lo que somos capaces de decir en momentos cruciales. No se trata de lanzar al vuelo arrebatos ni exabruptos en plena conmoción, reflejo humano por otra parte, sino de exponer una idea propia suponiendo que no sea mucho pedir. Para muestra la letanía oficial después del asesinato múltiple. Que coincidan en las mismas expresiones todos los representantes políticos independientemente de su ideología y responsabilidad expone a las claras su encarcelamiento en lo acríticamente correcto. Eslóganes, más que pensamientos, frases hechas más que cosecha personal que ampliaran su eco en tweets y whatsapps de sus acólitos más reincidentes que creativos sustituyendo la intimidad del dolor por la reclamación de protagonismo.
No hay duda de la buena voluntad y la mejor predisposición de nuestras autoridades, todas, en la lucha contra el terrorismo. Tan ciertas como que esta coincidencia verbal es la muestra más evidente de la imprescindible unanimidad ante el crimen. Pero como todos sabemos de lo efímera de esta sincronía quizás sea el momento de recordarles que eso no les obliga a repetir a coro la salmodia de siempre de la que ellos mismos diferirán pocas horas más tarde. No hace falta ser profeta para saber ya, por dramática y lamentable experiencia, qué nos dirán después del próximo atentado. Será lo mismo que nos dijeron en cualquiera de las muchas, demasiadas, agresiones anteriores. De cualquier tipo porque pasa también en otras circunstancias. Es como si sacaran de la carpeta, física o virtual, la pauta de lo recomendado, el argumentario redactado por el gabinete correspondiente sobre cómo reaccionar en el momento del estallido de una crisis. Ayer contra ETA hoy contra ISIS.
Pero más allá de la sangre derramada, que no es poco, nada es igual. Ni siquiera los métodos terroristas ni su escala. Lo hemos aprendido, aterrorizados, para desesperación policial, lo hemos sufrido, impotentes, para desasosiego colectivo, lo hemos temido, realistas, para gozo de los asesinos. Y es esa misma ciudadanía que se ha visto obligada a aprenderlo, a sufrirlo y a temerlo la que espera algo distinto. Más coordinación y menos dispersión, por supuesto. También menos burocracia y más eficacia, desde luego. Por eso las palabras son importantes si no están gastadas y si, a su vez, son reflejo de las acciones. En cambio, pasan a zumbido si suenan a reiterativas, a cantinela aprendida para ser soltada de manera automática cuando corresponda, a rebeldía verbal ante la debilidad real.
Y luego están los gestos. Vivimos con sentimientos robados. El contagio de las emociones, la complicidad de la alegría, la solidaridad del dolor. Somos lo que expresamos más que lo que sentimos. Y en nuestra quimera doliente y querida, como canta el bolero, uno espera que sus representantes actúen como actuaríamos nosotros tras la tragedia. Y así, que las hojas que el viento juntó en el verano, se abracen, se toquen, se fundan en un elocuente saludo que muestre la aparente coincidencia anteriormente verbalizada. Pero alguien decidió que, o por remilgo o por protocolo, no se pierda la compostura ni se alteren las formas. Por eso convertimos en noticia las lágrimas de Colau y en debate los recelos de Rajoy y Puigdemont. Tan imbuidos están los dos de sus posiciones que ni siquiera entienden que un abrazo puede ser también astucia política. El anecdotario de reuniones, visitas y cumbres lo demuestran, las vivencias funerarias de cada uno de nosotros lo avalan.
En medio del dolor y por instantes somos capaces de creernos la más teatral de las condolencias de quien sabemos poco amigo y nos extraña la aparente distancia de quien tenemos cerca. Pasado el trance, las posiciones se reconducen. Y si en la vida privada nos resituamos en el quién es quién, en la pública nos lamentamos que todos vuelvan por donde solían. Pero que se acabe el hechizo no supone que no haya existido. Nos tocamos poco, solía repetirme Joan Barril pendiente como siempre estaba de los detalles de la vida y las reacciones de sus protagonistas. Y es tan cierto como el recelo que a veces envuelve las muestras manifiestas de cariño. En cambio, aplaudimos la espontánea proximidad de quienes vemos lejanos y otorgamos madera de líder a las personalidades capaces de saltarse el protocolo o conmoverse con los afectados. El papa Francisco a la cabeza. Quienes crean que en política demostrar una emoción sincera es síntoma de fragilidad deberían revisar su comportamiento con la misma exigencia que la actualización de su discurso. Si de lo que se trata es de exponer impávida consternación acompañada de un vacuo mensaje para disimular la procesión que va por dentro, o porque no se da para más, entonces, amigo, es mejor que te vayas para el bien de los tres. También lo canta un bolero, por cierto.
Josep Cuní es periodista.
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