Martirio y la lágrima atisbada
La gran cantante de Huelva afronta una semana íntegra en el Central con la sola compañía de su hijo
¿Cómo sería un mundo sin la voz de Maribel Quiñones? Con seguridad, un lugar más mustio y aburrido, un ni fu ni fa. Igual que si un esparadrapo sellara los labios de Kiko Veneno, pongamos por caso, el hombre que de alguna manera apadrinó a Maribel (a partir de ahora, ya Martirio) hace ya 31 primaveras, aunque aquel inaugural Estoy mala siga sonando más fresco, espontáneo, actual y vivificante que tantas y tantas obras recientes que pudieran asomarnos por los tímpanos.
Y, a todo esto, ¿qué hace una gran dama onubense encerrándose una semana enterita en el Café Central, en este Madrid agosteño y cuasi despoblado de canícula, verbena popular y avalanchas guiris con las que el cuerpo todavía nos pide ser simpáticos? Pues mayormente jugársela, como no ha dejado de hacer en estas tres décadas en las que ha probado de todo lo bueno (con el reguetón sigue virgen, tranquilos), en que le ha mirado de cara al riesgo y ha optado siempre por la opción de la valentía. Y valiente es afrontar siete noches consecutivas a pecho descubierto, con el solo abrigo de su hijo, Raúl Rodríguez. Aunque bien es cierto que esa guitarra mágica -flamenca a menudo, trepidante siempre- abriga como una buena funda nórdica.
Llegó Martirio veinte minutos antes de las nueve, los ojazos glaucos (como la albahaca) al desnudo pero tan absorta en sus pensamientos que no veía a nadie. Y llegó la Premio Nacional de Música Popular cargando en la maletita con los atavíos, para comparecer al rato radiante y guapa como ella sola: las gafas, la peineta, los abalorios, el floripondio rojo pasión prendido del cabello, el fabuloso vestido negro con transparencias. Todo en ella es bello, incluido ese verbo guasón, tierno y deslenguado. Pero todo empalidece frente a esa voz de melisma cálido y timbre precioso, esa voz que retarda los versos hasta el límite del abismo, que siente cada frase en carne viva, que tan pronto convoca a Marifé como a Chavela. Y que, en último extremo, solo suena, única e inconfundible, a Martirio.
No era pequeña la responsabilidad. Llevaba la Quiñones 21 temporadas sin pisar el escenario del "reducto maravilloso", como definió al Central, desde el año aquel en que se traía entre manos sus muy heterodoxas Coplas de madrugá junto al pianista Chano Domínguez. Y de ahí la concentración, la minuciosidad, la prueba de sonido extensa, el oído puntilloso con los monitores. Pero sucedió que arrancó la noche con 'Luz de luna', que no es asunto menor, y a una oyente de las primeras mesas se le removieron las entrañas. Y Martirio sonrío, ufana: "En la primera ya me has llorado, y eso es lo mejor que me puede pasar...".
Hubo a partir de ahí tanta ocasión para sollozar como para reír. O, en lenguaje 'martirista', para contentar "a corazones 'estremecíos' y parejas que lo estén arreglando". Porque es difícil no conmoverse con la reinterpretación de María la Portuguesa, cumbre del siempre añorado Carlos Cano; casi tanto como no imaginarse el aspecto atildado de ese 'Madurito interesante', seductor circunstancial y no muy fiable "al que le ha dado por las plantas". O carcajearse con la sevillana que a Martirio le inspiró su exsuegra, una viuda desfondada que un buen día se reencontró con el amor gracias a los requiebros de un joyero valenciano.
Ella lo cuenta con muchísima más gracia, claro, y un lenguaje imposible de reproducir en papel. Por eso hay que acercarse a escucharla. Y por eso hay que escudriñar en esas gafas oscuras por si llega a atisbarse alguna lágrima. Que alguna habrá. Interpretando 'Si te contara', por ejemplo. Seguro.
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