Las personas y el verbo
“Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas”
Hace unos días descubrí qué poetas catalanes no leyó la diputada por la CUP, Anna Gabriel. Y también algún que otro en castellano. No podría discernir cuales leyó, pero sí puedo afirmar cuáles no. Si alguien como ella, con su responsabilidad política (y se supone también que moral), es capaz de lanzar una frase en formato consigna del tipo. “Menos palabras y más revoluciones”, es que no leyó ni a Salvador Espriu ni a Joan Maragall, ni a Juan Ramón Jimenez. Después de escuchar esa lapidaria sentencia, deduzco que tampoco leyó a Walter Benjamin. Francamente, me parecen muchas lagunas culturales (y políticas también, según se quiera leer bajo esta perspectiva a los cuatro autores) de parte de la política con plaza y sueldo en el Parlament.
Hace unos años, con ocasión de unas elecciones autonómicas en Cataluña, también un lema electoral del Partido Socialista de Cataluña expresaba una parecida paradoja, borrar del discurso político las palabras: “Fets, no paraules”. Tal vez no sea tan grave esto que comento. Tal vez sea solo un problema de deformación profesional. Si uno se gana la vida con el uso de las palabras, no creo que le alegre la vida si viene alguien a desmontarle el chiringuito. Sea como sea, a quien esto escribe le salen sarpullidos cuando va escuchando lindezas de este calibre. Y mucho más cuando salen de labios de quienes tienen responsabilidades de gobierno o parlamentarias.
Como deduzco que la dirigente de la CUP no conoce a Espriu, es evidente que no sabe el esfuerzo metafórico que empleó infatigablemente el poeta de Sinera en usar las palabras para tender puentes a un lado y otro del mismo. Y éstos no son tan metafóricos. Dice Espriu: “Hem viscut per salvar-vos els mots/per retornar-vos el nom de cada cosa”. Y de Maragall es evidente que no leyó su ensayo "Elogi de las paraulas". Ya que estamos, parece que tampoco sabe que un día Juan Ramón Jiménez escribió: “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Es decir, el poeta de Moguer imploraba las palabras.
Escribí antes que Anna Gabriel tampoco había leído al filósofo alemán Walter Benjamin. Si lo hubiera leído (cosa a la que estaba obligada, dada la ligereza con la que emplea las palabras para instantáneamente negarlas y poner en su lugar todavía con mayor ligereza “revoluciones”), sabría que una revolución, o las revoluciones, no son cantar y coser, por lo menos cuando la invocamos desde la Revolución francesa. Y ya no digamos si lo hacemos desde la Revolución Rusa. Para Walter Benjamin, en su momento histórico, se estaba haciendo una mala lectura del concepto de revolución. Para el pensador alemán, la revolución debía ser el freno de ese tren desbocado que nos lanza contra el progreso histórico que se nos promete. La revolución, en todo caso, es la última oportunidad que tenemos, antes de lanzarnos al abismo, de mirar “hacia atrás y observar la historia desde la perspectiva de la víctimas y curar sus heridas, una oportunidad de unirse a ellas para explorar posibilidades alternativas y abrir caminos de futuro que no conduzcan a la autodestrucción” (Antoni Jesús Aguiló, “¿Abismo o revolución?”, artículo, “Rebelión”, 2012). Y por si fuera poco, si Anna Gabriel hubiera leído a Walter Benjamin, también se hubiera enterado de lo mucho que reflexionó sobre las palabras y el lenguaje y se hubiera evitado su irresponsable frivolidad: “Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas”.
Es posible que alguien piense que me tomo muy en serio cosas sin importancia. Que leo demasiado literalmente. ¡Mira que meterse con Anna Gabriel porque dijo una tontería! Bueno, pero es que se trata de alguien que nos lanza al progreso de Cataluña. Una persona que mira hacia adelante como la que más. Que no pierde ni un minuto de su precioso y sacrificado tiempo en preguntarse por el pasado, no sea que le dé una mala noticia y haya que desmontar la utopía inaplazable. Yo soy muy inocente y me creo todas las tonterías. Si alguien exclama que lo que el cuerpo le pide es convertir la Sagrada Familia en un economato, tirito. Si otros escriben o mitinean que España trata a los catalanes como Marruecos a los gays, además de ser un país autoritario, entonces comienzo a sospechar que no tengo ni la más remota idea de en qué país vivo.
Ahora que estoy terminando de escribir este artículo, me acabo de dar cuenta que Anna Gabriel también ignora la existencia de ese filósofo que dijo un día que si no tienes nada que decir, no malgastes las palabras y haz silencio.
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