Y el ónix ganó al hormigón
La demolición del edificio del Instituto Nacional de Industria marcó la resaca olímpica
Perder es ganar un poco. Esa filosofía futbolística la comparten los exseleccionadores Vicente del Bosque y Francisco Maturana. Y podría encajar en los debates sobre arquitectura. Eso cuando los había de forma apasionada en Barcelona porque casi han desaparecido. No fue el caso con el derribo, en 1992, del edificio del Instituto Nacional de Industria (INI), en Montjuïc. Con Cobi aún en el cielo, Pasquall Maragall cogió un mazo y le dio el primer golpe a la estructura de influencia entre brutalista y wrightiana. Fue solo una foto porque el entonces alcalde cumplía con un veredicto que se arrastraba desde 1986. Sus pecados: su dudoso gusto y que restaba impacto al reconstruido pabellón Mies van der Rohe. Ese fue en su día el debate.
El inmueble fue derruido para mejorar la visión del Mies van der Rohe
El INI solo llevaba en pie desde 1973. En las estertores del franquismo, el Gobierno central decidió que debía tener un edifico para la Fira de Mostres. Hubo 60 propuestas y los elegidos fueron los arquitectos Juan Paradinas, José Ignacio Casanova Fernández y Luis García-Germán. Todo costó 40 millones de pesetas.
La estructura de hormigón blanco estaba soportada por ocho pórticos transversales, en tubo, que encofraban el aire acondicionado. Las revistas de arquitectura resaltaban esa solución novedosa de crear un espacio diáfano. En Informes de la Construcción, los creadores explicaban: “El edificio debía reunir unas condiciones de flexibilidad a un programa de necesidades que podía variar sustancialmente con el tiempo a la vez que unos valores estéticos y funcionales que fueran trascendentes a través de generaciones”.
La suerte final del pabellón provocó un encendido debate arquitectónico
El volumen era cerrado y con celosías de hormigón que impedían la entrada directa de la luz. Eran otros tiempos. “La ausencia de luz incidente ofrece, dado el gran avance de la luminotecnia, una mayor variedad de soluciones en el montaje de las exposiciones”, decían los autores. Con primera planta y sótano, el edificio tenía 3.400 metros cuadrados.
El edificio del INI jugó un rol en los Juegos: albergó la Oficina Olímpica, el COE y la Oficina Administrativa. Pero tenía la sentencia de demolición encima. Sus valores estéticos fueron puestos en duda. Y perdió la pelea contra la joya arquitectónica alemana para la Exposición Universal de 1929.
La prensa de la época recogió el debate. El Periódico lo planteó como una pelea entre el ónix (del edificio alemán) y el hormigón (del INI). Fira Barcelona era dueña del edificio pero el suelo era municipal y el Ayuntamiento defendió del solar. Algunos arquitectos alegaron que no era el primer lugar de la ciudad donde un edificio molestaba la visión de otros y el Consistorio no los demolía.
Hubo críticas al revisionismo del Mies: el edificio no era exacto, según el entonces director del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Las cartas ya estaban echadas. El Gobierno ya se había decantado por derruir el pabellón más nuevo para reproducir la explanada original. La Barcelona más moderna quería ordenar esa zona de la montaña como en los años treinta. Lluís Permanyer, en La Vanguardia, vio en la demolición la necesidad de tener una imagen memorable. Para él, la foto del derribo representó “la filiación de la nueva Barcelona al proyecto moderno, a través de la reconstrucción del pasado tal como debería haber sido”. Pero ofrece otra teoría: "Desde la reconstrucción, aún no había sido posible tomar una fotografía frontal del Mies van der Rohe, desde fuera, entero, desde la distancia que exige la imagen de postal". Fue el triunfo del ónix con que la ciudad perdió pero ganó un poco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.