Seducción a la catalana
El cuarteto catalán convierte en tradición sus triunfos en Madrid. El de la sala Ocho y Medio se suma ahora a la lista
Los conciertos de Manel han terminado siendo como las crónicas de la Copa de Catalunya: salvo catástrofe, se intuye de antemano el resultado final. Lo cierto es que, a estas alturas, el cuarteto barcelonés tiene ya a reventar el casillero de victorias. Habían transcurrido cinco meses apenas desde la comparecencia en la Joy Eslava, pero este miércoles volvía a no quedar una triste entrada para el recital de la Ocho y Medio, enclavado en el ciclo Tomavistas Ciudad. Da igual otoño o primavera: Manel siempre invitan a la reincidencia. O reincidència: permítasenos el gustirrinín del acento abierto.
En ese sostenido estado de gracia, a Guillem Gisbert y sus compadres parece salirse bien. Ni siquiera importa que Jo competeixo, el disco del año pasado, sea el más árido de la colección, el menos propenso al tarareo, el más alérgico a los estribillos. El cuarteto nunca ha sucumbido a la cantinela fácil, más allá de algún nananá ocasional (BBVA), pero ese trasfondo de canción catalana trovadoresca no para de reinventarse con cada nueva entrega: ora lírico, ora eléctrico, ora casi electrónico. Incluso se recrean las recreaciones, y la maravillosa Desapareixíem lentament, en origen tan íntima y reflexiva, ha adquirido ahora un inconfundible pellizco dylanita. Y sucede lo mejor que puede suceder en estos casos: no sabes a qué carta quedarte.
Los directos cuentan con el incentivo adicional de afrontar las ocurrencias del delicioso Gisbert, un tímido locuaz que anoche, en alusión al nombre de la sala, espetó: “De Ocho y Medio, nada. Esto va a ser de nueve para arriba. Y más, a la vista del atractivo físico de la gente que ha venido”. O, un poco después: “El diablo de la canción llega por Collserola porque rimar Montjuic con algo era jodido. A veces las razones son estas...”. Pero estas aportaciones a la oratoria sagaz no dejan de ser pinceladas de color. Lo relevante era comprobar cómo la inaugural Les cosines y buena parte de los otros 18 títulos de la noche podían ser coreados por muchas docenas de gargantas en pleno barrio de Justicia. A un paso de Génova, Malasaña o la Gran Vía.
Queda pendiente, incluso en noches de resultado tan previsible como el de un Barça-Sabadell, el problema de la socialización a voz en cuello, de la fanfarronería en forma de cháchara infame mientras el vecino intenta disfrutar del espectáculo por el que ha abonado una cantidad significativa. Nos consolaremos pensando que eran minoría. Y que, frente al griterío, Manel encarnan el consenso inteligente. Quizá también el seny, si nos apuran. Quedará siempre algún mendrugo que recele de quien se expresa en un idioma diferente al suyo. Peor para ellos: ignorando a estos caballeros, se pierden mucha cosa sustanciosa.
Guillem remató la noche en modo casi bailongo, como un desgarbado resultón. Podremos objetar detalles menores, desde el hieratismo de Roger Padilla y Martí Maymó, guitarrista y bajista, a que una parte del público habría hiperventilado con Aniversari, que se ha caído sorprendentemente del cancionero. O la ausencia de himnos irrefutables en Jo competeixo, piezas que tengan su hueco asegurado en el repertorio de, imaginemos, 2021. Ni siquiera La serotonina, aun admitiéndole su importante dosis de buen humor (y no, no está nada claro que Juan Luis Guerra le pillase la gracia; pensemos más en Juan Perro). Pero siempre nos quedarán los destellos de Al mar!, con una línea de bajo coreada como si de Seven nation army se tratara. O la sorna traviesa que implica disolver el concierto mientras suenan los Backstreet Boys.
En resumen: vuelvan ustedes cuando gusten, señores. Reincidiremos lenta y gustosamente.
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