Muere en la oscuridad
Sin transparencia, sin debate abierto y plural, no hay democracia. No es el Estado la víctima del engaño, sino los ciudadanos
El Proceso, como la democracia que pretende encarnar, está falleciendo en la oscuridad. Sin transparencia, sin debate abierto y plural, no hay democracia posible. Viejos y nuevos eslóganes lo predican, desde el grito de ¡luz y taquígrafos! hasta la sentencia que luce desde febrero bajo la cabecera de The Washington Post: 'la democracia muere en la oscuridad'.
El Proceso siempre ha sufrido una tensión insuperable entre sus necesidades tácticas y su objetivo estratégico, la necesaria coherencia interior y la búsqueda de aliados exteriores. El último caso es el de la ley de transitoriedad exprés, cuando las necesidades inmediatas —eludir los recursos, suspensiones e inhabilitaciones— para convocar la consulta sobre la independencia restringen la capacidad del movimiento para ensanchar su base y alcanzar la mayoría indestructible que Mas viene buscando desde 2012.
Es evidente que cuanto más se fuerza la legalidad, se retuercen leyes y reglamentos y se limita la transparencia y el debate democrático menos convincente aparece para los indecisos y los aliados exteriores. La restricción, que llega al secretismo y al ocultamiento, afecta nada menos que a la esencia misma de la democracia, es decir, a lo que constituía la piedra filosofal del Proceso.
Así es como la astucia, dirigida a "engañar al Estado", sustituye y destruye a la democracia, en detrimento de los ciudadanos. Esta es la segunda ocasión en que sucede, aunque en la anterior, el proceso participativo del 9N, fue el presidente Mas quien protagonizó el engaño, mientras que en la próxima quien lo intentará será el propio Parlamento, secuestrado por una mayoría sin legitimidad ni capacidad legislativa para este cometido. Con la primera astucia gubernamental, los catalanes que no votaron se vieron perjudicados en el uso partidista de los presupuestos y las instituciones públicas, especialmente los medios de comunicación, mientras que en la astucia parlamentaria que se prepara el perjuicio es a sus derechos políticos, mermados por un uso partidista de la máxima institución representativa.
La retórica procesista ha llegado a invertir los términos del debate, en una contorsión próxima a la postverdad, hasta el punto de considerar la ruptura con la legalidad como condición imprescindible para que se haga realidad una democracia a la que se supone limitada o pervertida. No es extraño en consecuencia el frívolo regocijo con que se rechaza la defensa escrupulosa de la legalidad para cualquier decisión democrática, especialmente necesaria cuando se trata ni más ni menos que de la creación de un nuevo Estado.
Quienes sostienen tales argumentos olvidan que la legalidad sirve, ante todo, para defender a las minorías de las mayorías, tal como ha sostenido el notario Juan José López Burniol el pasado 10 de marzo en un artículo publicado nada menos que en El Punt/Avui. "La dictadura de la mayoría no deja de ser dictadura por el hecho de que lo sea de la mayoría", les ha recordado Burniol a los lectores del diario independentista. Y añade: "Esto significa que nunca se puede utilizar procedimientos para silenciar o reducir la presencia de las minorías, pervirtiendo, por ejemplo, el debate parlamentario; un fenómeno que alcanza el nivel del fraude más rechazable cuando una mayoría parlamentaria no se corresponde con una mayoría social, a causa de una ley electoral sesgada".
Así es como el Proceso no muere tan solo en la oscuridad sino también en el fraude. No es "un engaño al Estado", como aseguran con maquiavélica sonrisa sus dirigentes, como si "engañar al Estado" fuera otra garantía democrática, sino a los ciudadanos de Cataluña. Artur Mas perdió su último y tercer intento de plebiscitar el proceso a la independencia al obtener en las últimas elecciones autonómicas solo el 47'8 por ciento de votos a favor de la secesión. Si obtuvo una mayoría parlamentaria independentista fue debido a la legislación electoral española pre estatutaria que ha venido primando el voto de las comarcas más nacionalistas sobre el área metropolitana de Barcelona. Y para colmo, esta mayoría sobre la que pretende sustentar la hoja de ruta secretista es insuficiente para reformar la ley electoral, para reformar el Estatuto e incluso para renovar cargos electos que exigen mayorías cualificadas.
La muerte del Proceso no llega tan solo con el fraude y con la oscuridad. También llega con la confusión, un capítulo en el que de nuevo es protagonista Artur Mas, el presidente que lo puso en marcha, y sobre el que ahora pesan graves sospechas de responsabilidades, al menos políticas, respecto a la corrupción oceánica en la que naufraga la imagen de Convergència Democràtica de Catalunya, el partido que se convirtió en la matriz del Proceso gracias a su súbito giro independentista.
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