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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por una lista negativa

Sería fácil y necesario, en la cuestión catalana, ponerse de acuerdo en algunas cosas que nadie de bando alguno desearía que ocurrieran. No estaría de más exigirlo

Pablo Salvador Coderch

En la cuestión catalana, por favor, pongámonos de acuerdo en aquello que ni unos ni otros vamos a hacer o deshacer. Todo negociador profesional sabe que un acuerdo negativo es más fácil de alcanzar que otro positivo. Una lista negativa nos ayudaría a todos, pues conseguiría el apoyo de la inmensa mayoría de la población en Cataluña y en el resto del Estado.

Lo primero es no hacer daño: una mayoría abrumadora de ciudadanos descartamos el horror de un conflicto civil, que aquí (casi) nadie quiere otra guerra civil (algunos la llaman revolución). Proclamemos entonces que, ocurra lo que ocurra, nadie va a encender ese fuego. Los políticos del país deberían conjurarse en proclamar la primera entrada de la lista. Quien osara faltar, quisiera dar largas o balbuceara vaguedades quedaría aislado al instante. Luego está el conflicto económico. Discutamos a modo, pongamos pasión, presión y premura en el debate, pero no agravemos los tres problemas económicos básicos del país: paro, productividad y pensiones. A partir de ahí, es factible pactar reformas positivas, por ejemplo, en educación, pero de momento ha de primar el acuerdo negativo: en tu pugna por el poder, por el cargo, o por tu nombre en cien plazas, no meterás la mano en las cosas de comer, que ya está bien.

En tercer lugar está el conflicto político, el cual alcanza al derecho político por antonomasia, a la Constitución Española de 1978. Compulsiva, la discusión se ha centrado sobre abstracciones primarias del poder: el pueblo, la soberanía, la nación, el Estado y su Jefatura.

Sin embargo, la lista negativa puede crecer gradualmente, desde abajo, desde las concreciones constitucionales que pocos ponen en duda. Así los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución vigente caben en la lista. Casi todos podemos tratar de alcanzar acuerdos negativos sobre materias tales como la libertad de expresión. Pocos rechazarán una entrada que excluya el insulto. O menos se opondrán a que quienes defendemos el principio de lengua oficial única en un territorio nos pongamos de acuerdo con usted, que prefiere la cooficialidad de varias, en que nunca perseguiremos o sancionaremos a un particular por hablarnos en su lengua de elección (ni tampoco a su pequeña empresa, a la S. L. digamos, formada por un fontanero, magrebí o ecuatoriano, su mujer y su hijo), que a nadie le privarás de su voz. Y así, de uno en uno, derecho a derecho, hasta el último. De nuevo por ejemplo, usted tiene perfecto derecho a ser republicano, pero no amenace, por favor (“Foc al Borbó”). O tampoco debería caber la arremetida estatal de quienes creen que las libertades de manifestación y expresión excluyen los comportamientos colectivos coordinados por el gobierno, jurídicamente irrelevantes como votación (como referéndum simbólico, para ser claros), pero sentidos como la honda manifestación de un anhelo comunitario y compartido: no prohibirás a la gente expresar pacíficamente sus objetivos políticos.

La lista negativa habrá de enriquecerse con entradas que pusieran al derecho al reparo de los estropicios de gentes de buena fe y mediana cabeza que creen que cualquier insensatez, si es democrática, quita de en medio a esta ley, a ese derecho o a aquel deber: “La soberanía municipal (sic) nos permite imponerle a usted una sanción de medio millón de euros a la segunda vez que infrinja una ordenanza”, “acataremos las ocurrencias de nuestros cargos electos y de nadie más”, “en este barrio está prohibido abrir una asociación cultural”. Aquí la lista debería incluir una entrada que dijera algo así como que nadie se saltará el mandato de una ley hasta que sea derogada o sustituida por otra mejor, acaso la nuestra.

Una buena lista negativa está jerarquizada y ha de ser gestionada: primero se incluyen las cosas que rechaza el noventa y cinco por ciento de la gente. Luego las que no aceptan las dos terceras partes de la población. Y, finalmente, se detiene cuando llegamos a aquellas que dejan de tener una mayoría clara, absoluta y estable, en su contra.

</CS><CS8.8>Y ha de estar gestionada por un órgano al abrigo de las mayorías de turno (no todo es democrático en un régimen bien construido, lo siento): si hay tres partidos dominantes y los tres discrepan sobre si primero es la nación, segundo la economía y tercero la sociedad, es perfectamente posible que se sucedan coaliciones muy inestables para cada política concreta. Por eso se requiere un gestor al margen que evite los ciclos de inestabilidad del poder: no construirás una lista autogestionada. Ignoro qué pasará en Cataluña y España este año y dentro de los tres o cuatro que seguirán, nadie lo sabe. Pero estoy seguro de algunas cosas que nadie desea que ocurran. Exijan una lista.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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