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Y la tonadillera se reconfortó

Isabel Pantoja impuso voz y tronío en el Sant Jordi ante un público que la mimó con aplausos

La cantante Isabel Pantoja, ayer en el Palau Sant Jordi.
La cantante Isabel Pantoja, ayer en el Palau Sant Jordi.Massimiliano Minocri

Venía a un reencuentro, y quizás por ello comenzó sola, cubierta su espalda por el telón que la separaba de la orquesta y de los coros. Sentada, mirada firme, gesto de orgullo, una mano en el corazón y la otra en el micrófono ostentosamente alejado de la boca, como mandan los cánones folclóricos. El público gritaba su nombre mientras ella le miraba, dominadora, enfundada en un vestido de noche negro con forro de satén blanco que por la espalda refulgía gracias a diminutas lentejuelas. Abrió la boca para cantar, y lo primero que se oyó fue un “sigo estando aquí” que sonó a declaración de principios y a autoafirmación. Era el comienzo de “Del olvido al no me acuerdo”, una de las canciones del disco que presentaba, argumento innecesario para su público, que sólo con escuchar sus canciones de siempre hubiese tenido suficiente para asistir a la cita. Era el inicio de tres horas de música para mayor gloria de la tonadillera, renacida tras su estancia en prisión.

Y quizás por ello, porque su discográfica pensaba que la vuelta tenía que ser a lo grande, todo tuvo anoche en el Sant Jordi un aire quizás algo excesivo. De entrada el recinto quedó grande, pues pese a que la platea estaba llena, las localidades superiores estaban cerradas al público, que dejó claros en las tribunas laterales, no llegándose a las 10.000 personas. De igual manera la orquesta sinfónica y los coros, más de un centenar de personas en escena, parecieron un gesto de grandilocuencia no estrictamente necesario desde un punto de vista musical. Y tampoco lo fue la duración, tres horas que dejaron ahíto al público. Pero bien, no todo era manifiesto, aunque eso de lo que ella no habló flotó en el aire toda la noche, e incluso la estrella pudo pensar que los aplausos y los vítores la exoneraban de lo acontecido, como si ella hubiese sido una víctima de las circunstancias. Son las ventajas del escenario, desde allí todo se puede interpretar en favor propio.

E Isabel Pantoja quiso dejar bien clarito anoche en el Sant Jordi que ella es la reina y que nadie puede toserla. Ya en la cuarta pieza, “Buenos días tristeza”, le puso trapío a la voz para interpretar las estrofas de una manera teatralizada, una intención que provocó que más tarde, en “Dímelo”, pusiese demasiado corazón en recoger su falda de manera que sus piernas quedasen generosamente al aire en un gesto pelín desmedido. Cosas de la pasión, expandida con ostentación en canciones en las que la tonadillera alternaba el papel de víctima con el de dominadora que envía al limbo de los olvidos a sus amantes caídos en desgracia. Ahora bien, de igual manera fue capaz del sosiego y la introspección, y en baladas como “Luna”, pieza dedicada al fallecido Juan Gabriel, íntimo colaborador en la confección de su último trabajo, sembró el silencio en el recinto. Pantoja en puridad.

Poco antes había dirigido las primeras palabras al respetable. No destacaron por su elocuencia, apenas unas rutinarias frases hechas para agradecer la presencia de todo el mundo, palabras, eso sí, con algunos silencios que evocaban aquello de lo que no se podía hablar. Mostrándose terrenal, más tarde bromeó tras caérsele un pendiente, y por su manifiesto interés en no extraviarlo dejó intuir que no se trataba de bisutería. Y en esas, entre portentosas demostraciones de potencia vocal que en ocasiones no parecía exigir la canción, acentuada con tildes de pasión explícita y borbotones de emoción, llegó el momento de su madre y nuevamente de Juan Gabriel. Y entonces habló, sutilmente, de lo que no se podía hablar, y al dedicarles “Así fue” distinguió entre los que han estado siempre con ella de “los amigos perdido en el camino en este compás de espera”. Entiéndase “compás de espera” como sinónimo de eso que no se puede pronunciar. A todo esto, el poso mejicano de Juan Gabriel fue notable en la primera parte del concierto, que se cerró con la triunfal “Se me enamora el alma” y con “Hasta que te conocí”, pieza para cuya interpretación solicitó la estrella ser iluminada sólo por los tres cañones de luz que la ciñeron todo el concierto, puede que para acentuar que puso el micro en Tudela para cantar las frases iniciales. Aires de tango y cambio de tercio.

La segunda parte comenzó con la estrella dejándose ver ataviada de flamenca, traje blanco con bordados en negro, rosetón bermejo y cola tan larga como los paseos que daba para mostrarlo. Estaba muy propia, con el cabello recogido en una cola que remataba una imagen idónea para las coplas, que se iniciaron con “Antonio Vargas Heredia”. De nuevo imperial, sudando seguridad en sí misma y orgullo, solicitando de nuevo la soledad que confiere ser la única iluminada del escenario para cantar “La niña y el marinero”, Isabel Pantoja volvió a silenciar la platea y a sus más ruidosos espectadores, dispuestos a vitorearla por cualquier fruslería. Pero ella se impuso, suda carácter, y sólo su voz reinó en este tramo en el que también sonaron “Ojos verdes” o “Tengo miedo” y en el que la orquesta recreó con todo detalle la instrumentación propia de las coplas. Ya sólo faltaba el tramo más flamenco, la rúbrica.

Fue entonces cuando palmeros y tocaores se situaron ante la orquesta y acogieron a la tonadillera, que apareció con paso lento luciendo el tercer y muy colorido vestido de la noche para interpretar “Los celos”. Luego reinarían las sevillanas, antesala desinhibida y festiva de las dos últimas interpretaciones de la noche, “Debo hacerlo” y un “Amor eterno” que parecieron prometerse público y estrella. Ella marchó satisfecha y reconfortada, ha mantenido la voz y a él, al público. La vida tiene permiso para continuar.

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