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Cuando el buen rollo es justo y necesario

La cantante Rozalén llenó ayer la sala Galileo Galilei con su pop fusionado, cercano y simpático, en Los Matinales de EL PAÍS

Actuación de Rozalén en Los Matinales de EL PAÍS, en la sala Galileo Galilei
Actuación de Rozalén en Los Matinales de EL PAÍS, en la sala Galileo GalileiSanti Burgos

Después de un inicio de siglo con vaivenes y experimentos más o menos afortunados, el pop comercial patrio ha encontrado su zona de confort. La escena asume por fin sus virtudes y limitaciones y, sobre todo, que nunca parirá unos Blur o unos Arcade Fire, por muchos sintetizadores o instrumentos rimbombantes que se empleen (¿recuerdan esa moda efímera de bandas españolas con chirriantes gaitas escocesas?). Somos lo que somos, y si queremos llenar estadios, más nos vale no despreciar nuestra idiosincrasia.

El concierto de ayer de Rozalén dentro de Los Matinales organizados por EL PAÍS en colaboración con Planet Events y Les Nits de l’Art, es un claro ejemplo. Esta albaceteña de 30 años, que atiende por María de los Ángeles Rozalén Ortuño, se encuentra en los primeros compases del estrellato (disco de oro, millones de escuchas en Spotify, giras transatlánticas...), pero se la ve sobre el escenario desenvuelta y comodísima practicando pop alicatado y sin fisuras. Picotea en el bolero, la rumba y los dejes flamencos para contar letras universales con rimas bien rematadas y melodías complacientes. Mientras el mundo se desmorona tal y como lo conocemos, Donald Trump, el Brexit, la crisis económica, los populismos y las posverdades se quedaron ayer fuera de la sala Galileo Galilei durante casi dos horas. El pop es eso, diversión. Y la manchega enjabonó a su público con grandes dosis de cercanía, sencillez y buen rollo.

No significa esto que Rozalén se abrace a la frivolidad. Sus píos inicios musicales como corista en un colegio católico y en la iglesia de Fátima de Albacete dieron paso a un activismo por numerosas causas sociales que no proyecta en sus letras, sino con hechos. Entre ellos, la intérprete de signos que siempre la flanquea en sus conciertos para quienes tengan limitaciones auditivas, sus actuaciones desinteresadas en actos benéficos o su compromiso musical con quienes padecen párkinson y otros colectivos en riesgo de exclusión social. No es una pose: además de cantante de éxito es licenciada en Psicología y tiene un máster en musicoterapia.

Y así, con la conciencia más tranquila que la de la mayoría del resto de los mortales, Rozalén subió al escenario a hacer música, sin tapujos. Acompañada de una banda experimentada, desgranó temas de sus dos discos, Con derecho a... y Quién me ha visto..., y se salió de registro con una versión de Wings, tratado de pop anglosajón de la británica Birdy, en la que su voz adoptó los tonos arenosos de Bonnie Tyler. Luego afrontó igual de solvente una copla de María Dolores Pradera, y bromeó al micrófono: "La siguiente será una de Extremoduro". Y así, ante un público encantado que hacía tiempo había agotado las entradas, Rozalén constató que el pop que se hace aquí, cuanto más desacomplejado, mejor funciona.

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