Matar al controlador
El arquitecto Vitaly Kalóyev fue investigado por la Audiencia Nacional antes de matar al controlador aéreo de la tragedia de Überlingen
La sala de escuchas telefónicas no tiene mucha poesía. De hecho, no es una sala, es un ordenador donde se sienta un sargento de la Guardia Civil. Junto al teclado, hay unos cascos negros enchufados. Está en medio del despacho del grupo de policía judicial de Barcelona, formado por una decena de personas. Al final, en otra habitación, hay tres ordenadores más que sirven para lo mismo: espiar la vida de otros.
¿Quién escucha esas conversaciones? ¿Quién descifra los códigos secretos? ¿Quién interpreta el insulto cariñoso o el favor prevaricador? Casi siempre son los investigadores quienes se ponen los cascos. “En la etapa del País Vasco, muchas veces eran las propias mujeres de los guardias quienes lo hacían”, recuerda un mando policial que participó en la lucha antiterrorista, sobre el euskera. ¿Pero qué pasa cuando se trata de un idioma tan raro como el osetio?
La historia ocurrió hace 15 años. En la Operación Cala, la Guardia Civil investigaba a un grupo de osetios del norte que vivían en Lloret de Mar, y que tenían estrechos vínculos con el gobierno de su país. En la localidad costera de Girona, el supuesto líder se construía un chalet. Su mano derecha era el arquitecto de la casa. La Audiencia Nacional había autorizado que les pinchasen los teléfonos para aclarar si se dedicaban al tráfico de armas y a la falsificación de dólares.
El problema era que los investigados hablaban, además de ruso, osetio, un idioma muy poco común. A través de un confidente, los agentes dieron con uno de los pocos osetios que vivían en Barcelona. Estaba en situación ilegal, y accedió a traducir a sus compatriotas a cambio de regularizar su estancia en España, según fuentes policiales. Le hicieron un test de prueba, y comprobaron que al fin alguien podría comprender todos los secretos atrapados en las decenas de cintas de casete (eran otros tiempos) que tenían delante.
Pero la alegría fue breve. Al poco, el traductor de ruso que trabajaba con los guardias en el caso (otro de los idiomas de sus objetivos) escuchó una reveladora conversación. Uno de los investigados contaba a otro que un compatriota se había presentado en su casa para decirle que había estado con la Guardia Civil, y que le habían pedido que les tradujese decenas de conversaciones telefónicas suyas.
“Algunas veces pasan esas cosas”, admite el teniente coronel de la Guardia Civil, Daniel Baena. Todavía tiene en mente el caso de una mujer a la que contrataron para que tradujese Yoruba e Igbo. Estaban investigando a una pareja nigeriana que había entrado al aeropuerto de Barcelona 90 kilos de cocaína. Escuchó los teléfonos durante meses... Dos años después, la Guardia Civil volvió a cruzarse con la intérprete, pero esta vez no era una integrante del equipo de investigación. Oyendo a la pareja que se dedicaba a traficar con drogas y al negocio clandestino de coches, había aprendido el método y lo había exportado a Nigeria.
“Las escuchas son el ojo del embudo”, interviene otro mando de la Guardia Civil, en el sentido de que allí se acumula la grasa de un caso. Una sola persona puede escuchar 20 ó 30 teléfonos, horas y horas asistiendo como público a vidas que le son ajenas. Muchas de esas charlas no se oyen en directo. Las llamadas nocturnas, por ejemplo, suelen guardarse para el día siguiente.
Y por la noche fue cuando tirotearon a un investigado de la Operación Gamba Roja (2005), de corrupción en el puerto de Barcelona. Los guardias se enteraron por la mañana, en un falso directo, cuando escucharon cómo la banda se había llevado al Zurro a la montaña del Tibidabo y le había disparado en la pierna por haberles robado parte de su cocaína.
Otras veces, la escucha, casi por fortuna, es en directo, como les pasó a los Mossos d'Esquadra en 2013. Investigaban a los Black Panthers. “Tengo la oveja negra que buscas”, informó un soldado al jefe de la banda por teléfono. A los Mossos les dio tiempo de improvisar un control policial frente al bar donde estaba el desertor de la pandilla latina al que iban a matar.
Un traductor indiscreto puede destruir una investigación, y cuanto más reducida es la comunidad que se investiga, mayor es el peligro. Pero a los osetios no les salvó el chivatazo de su compatriota, sino una tragedia. El último rastro del arquitecto (uno de los principales objetivos) en España fue el 1 de julio de 2002, cuando esperaba en el aeropuerto de El Prat a que llegasen su mujer y sus dos hijos desde Moscú. Pero su avión nunca aterrizó. Se estrelló a 10.000 metros de altitud contra otra aeronave en Überlingen (Alemania). Murieron 71 personas, más de la mitad eran niños. No hubo supervivientes.
Los agentes supieron de nuevo del arquitecto Vítali Kalóyev el 24 de enero de 2004 al verle en las noticias. Había matado a cuchillo a Peter Nielsen en el patio de su casa, un controlador aéreo de 36 años al que se culpó del accidente en el aire entre los dos aviones. En el juicio, Kalóyev dijo que “solo quería mostrarle las fotos” de sus hijos, pero Nielsen se negó a hablarle, y eso le hizo enloquecer. De lo demás, dijo no recordar nada. Kalóyev fue condenado a ocho años de prisión.
En 2007, gracias a su buena conducta, pudo regresar a Osetia del Norte, donde fue recibido como un héroe. “Quiero expresar mi gratitud a los ciudadanos de Rusia, al Gobierno, al presidente, por su apoyo”, dijo al aterrizar en Moscú. Según la hemeroteca, Kalóyev, que hoy tiene 61 años, ocupó después el cargo de viceministro de Construcción.
Kalóyev es noticia de nuevo hoy. Arnold Schwarzenegger interpreta al arquitecto en Aftermath, la película sobre la tragedia aérea que se estrenará en abril. En el tráiler se puede ver a un padre modélico, que espera a su familia y cuelga carteles de bienvenida en su casa. “Inspirada en hechos reales”, reza al empezar. Unos hechos que seguramente obviarán, por desconocida, la truncada investigación de la Audiencia Nacional y al soplón y accidental intérprete de osetio. La Guardia Civil nunca volvió a saber de él. Se esfumó.
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