Otra vez entre reforma y ruptura
Quienes hoy llevan la batuta en el bloque soberanista son los herederos políticos de quienes en 1976 rechazaron la vía reformista de la Transición
Una vez más, los actores políticos catalanes se enfrentan a la disyuntiva entre reforma y ruptura. La anterior ocasión histórica en que se presentó una alternativa de este tipo fue en 1976, cuando el gobierno franquista ofreció a la oposición hasta entonces perseguida y clandestina negociar la transición de la dictadura hacia un régimen democrático homologable internacionalmente. Una de las diferencias principales entre aquel momento político y la actual crisis constitucional radica en que quienes dirigen ahora el bloque catalán que lleva la iniciativa son los herederos políticos de los partidos que en 1976 rechazaron la vía de la reforma.
En 1976, hubo partidarios de la reforma y partidarios de la ruptura. Tras la muerte de Franco y ante el inevitable colapso de la dictadura militar, toda la oposición se presentaba como rupturista. Pero pronto algunas fuerzas se fueron descolgando como reformistas hasta que finalmente el grueso de la oposición a la dictadura aceptó la vía de la reforma. Desde el PCE hasta el PNV, pasando por el PSOE y Convergència, todos se sentaron a negociar con la nueva generación de franquistas. Mutuo reconocimiento, diálogo, negociación, pacto. Este fue el proceso para fraguar el consenso sobre las bases de un régimen político.
Los que quedaron fuera quedaron como marginales. Eran minoritarios, pero no eran pocos. Los había en Cataluña y en toda España. No estuvieron en el consenso, antes al contrario, lo denostaron. Eran un heterogéneo conjunto de partidos de extrema izquierda, algunos de ellos independentistas, pequeños grupos, radicalizados y atacados por el virus de la división permanente. Se les añadieron muchos de los derrotados en los debates internos que decantaron a los principales partidos hacia el reformismo. Aunque también muy débil, el más relevante era Esquerra Republicana (ERC).
Hay un hilo conductor que vincula a los partidos que en la década de 1970 defendieron un régimen republicano para España y lo que ahora propugnan en Cataluña ERC y la CUP. Este hilo no es solo el independentismo o el rechazo de la monarquía, que también, desde luego. Es algo previo. Es otra cultura política. Otra tradición. Otro marco ideológico. Es la reivindicación que la CUP hace del poso histórico libertario, independentista, anticlerical, antiestatista, revolucionario y anarcomunista que arranca del siglo XIX. Es una idiosincrasia colectiva que les hace más herederos de la rauxa que del seny.
Minoritarios durante décadas, la crisis constitucional abierta en España en 2010 con el desmoche del Estatuto catalán ha revitalizado estas corrientes y les ha dado la oportunidad de presentar su alternativa. Ironías de la vida, las matemáticas electorales han convertido al más genuino de estos partidos antireformistas, la CUP, en componente imprescindible para formar la mayoría parlamentaria independentista.
El aspecto más inesperado y contradictorio de la presente coyuntura catalana es que Convergència, uno de los grandes impulsores del consenso constitucional de 1978, optara en 2012 por integrar un bloque político y de gobierno junto con fuerzas rupturistas que están en sus antípodas ideológicas, como no cesan de señalar y lamentar algunos de sus viejos dirigentes. El elevado precio político a pagar estaba claro desde el primer momento. Pese a conservar la preeminencia institucional, la antigua Convergència ha tenido que ceder la iniciativa estratégica a las otras dos fuerzas. Las que empujan día sí día también hacia la ruptura hasta lograr que se le ponga fecha: 2017. Y quien lleva la iniciativa es la CUP, que predica la desobediencia civil para avanzar hacia la independencia.
La reciente recuperación por el bloque independentista de la fórmula del referéndum legal y pactado, homologable internacionalmente, requiere, claro está, entrar en la vía de la negociación. Parece un momentáneo avance de los reformistas frente a la CUP. Pero no está nada claro cómo esta opción puede imponerse o abrir nuevas alternativas. Sobre todo porque, para prosperar, tendría que abrirse la expectativa de una reforma política que pudiera resultar atractiva en Cataluña. En la actualidad eso no existe. Ha bastado que la vicepresidenta Sáez de Santamaría pusiera en circulación la palabra diálogo para que saltara de inmediato Aznar con la amenaza de una escisión. De manera que la premisa para que el reformismo avance en el bloque catalanista es que avance también en el bloque antagónico. Lo que requiere un difícil encaje de bolillos tanto en Barcelona como en Madrid. Y que se rompa la hegemonía de los maximalistas, como ocurrió en 1976.
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