Cavour vs. Garibaldi
La defensa de la autodeterminación de la Catalunya Nord por el Parlament ha provocado críticas del gobierno francés
E l hecho de no haber tenido ocasión de gestionar un Estado propio en ningún momento de los últimos tres siglos constituye para el actual proceso independentista catalán un serio handicap cultural, porque dificulta la distinción entre táctica y estrategia, complica la comprensión de la lógica que rige las relaciones entre Estados y, a menudo, induce a confundir ideales e intereses.
Solo desde esta clase de carencias se entiende que, el pasado octubre, el Parlament de Cataluña aprobase una declaración defendiendo el derecho de autodeterminación de los Països Catalans, con inclusión explícita de la Catalunya Nord. Lo hizo a propuesta de la CUP, que —por razones fáciles de imaginar— arrastró a Junts pel Sí a votar favorablemente el texto. ¿Con qué consecuencias prácticas? Hasta donde sé, la causa de la autodeterminación del área comprendida entre Salses y Guardamar no ha progresado ni un milímetro en estos dos meses. En cambio, la referencia que en la declaración se hacía al Rosellón ha dado lugar a una nota verbal de queja del Quai d'Orsay, a una protesta del embajador galo en Madrid y, la semana pasada, a unas palabras del ministro de Exteriores francés reclamando respeto para su soberanía. El Gobierno de Rajoy se frota las manos, y la hostilidad de París ante una Cataluña independiente gana más argumentos. Vamos, un negocio redondo.
Sin duda por deformación profesional, esa torpe secuencia de acontecimientos me ha hecho pensar en un capítulo aleccionador del proceso de la unificación italiana, a mediados del siglo XIX. A la altura de 1858, y al margen de cuál fuese la voluntad de las poblaciones concernidas, la construcción de una Italia unida sufría el bloqueo causado por el dominio y la influencia de los Habsburgo austríacos en el noreste y el centro de la Península; y el reino de Cerdeña-Piamonte —eje vertebrador de la unificación— no tenía la fuerza militar ni diplomática necesaria para desalojarlos de allí.
En estas circunstancias, el primer ministro piamontés, el conde de Cavour, entendió que solo el apoyo de la Francia de Napoleón III haría posible remover el obstáculo austríaco. Así fue, tanto en los campos de batalla de Magenta y Solferino (1859) como en las maniobras políticas posteriores. Pero Napoleón el Pequeño no se movía sólo por amor al “principio de las nacionalidades” ni por el prestigio de los Bonaparte; y, a cambio de su decisiva intervención, reclamó a los piamonteses la cesión del condado de Niza y el ducado de Saboya.
No eran dos territorios cualesquiera. Saboya constituía la cuna y daba nombre a la dinastía que, en la persona de Víctor Manuel II, estaba a punto de coronar el Rissorgimento. Nizza (así se escribía hasta entonces) era la ciudad natal de Giuseppe Garibaldi, que reaccionó con furia ante el cambalache. Pero para Cavour las prioridades eran la realpolitik y el sentido de la oportunidad, de manera que en marzo de 1860 el tratado de Turín entregaba a Francia Niza y Saboya con sus habitantes (los cuales ratificaron el cambio de soberanía en un plebiscito amañado). Once meses después se proclamaba en Florencia el Reino de Italia. ¿La identidad nacional italiana quedó gravemente amputada por las renuncias territoriales de 1860? Yo diría que no.
Sin duda Garibaldi, el “prodigioso mosquetero de la Libertad y aventurero de la Gloria” —en palabras de Rubén Darío—, el líder de los camiccie rosse, el Héroe de dos mundos, etcétera, posee un perfil romántico y un atractivo infinitamente superiores; pero quien realmente consiguió la unidad de Italia fue ese burócrata gris y aplicado, ese maniobrero hábil y discreto, ese táctico magistral que se llamaba Camillo Benso, conde de Cavour. En política, la pirotecnia, la gesticulación y el efectismo son una cosa, y los resultados otra. Tanto en el siglo XIX como en el XXI. Tanto en la península italiana como en la ibérica.
En cuanto a la Catalunya Nord, o el Rosellón, o los Pirineos Orientales, cuando en una elección cualquiera las listas nacionalistas catalanas —no digo independentistas— alcancen allí el 48 % de los votos (por ahora están en el 1 ó 2 %), entonces no serán el Parlament de Cataluña, ni la CUP, ni Junts pel Sí los que deberán ocuparse del caso. Si ese día llega, quien se movilizará en tromba para afrontar la crisis será el Estado francés. Lo ha hecho en Córcega por mucho menos.
Joan B. Culla es historiador.
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