Dylan político
Los tiempos no han cambiado, dice el Nobel, atendiendo al debate que su premio ha despertado. Y a algo más.
Margaret Atwood, escritora sumamente perspicaz y de alto voltaje político, ha dicho palabras inéditas sobre el Nobel a Bob Dylan. La decisión ha sido una saeta política. Al conocer la noticia, en plena campaña electoral norteamericana, me pasó por la cabeza que el veredicto debía leerse también en esta clave como en ediciones recientes del galardón, en particular en el caso de Herta Müller y Svtelana Aleksiévich, dos autoras de envergadura que el premio descubrió para públicos mayores. Con Dylan, que lo es todo menos desconocido, esa lectura política no se ha producido, a pesar de su relevante papel histórico. Para Atwood, se trata de “una carta de amor a América por el momento político actual, una forma de decir: ‘Recordad que podéis hacerlo mejor que esto”.
Pero las reacciones no han ido por ahí ni en los medios ni en las redes. Negar a Dylan su carácter político es un indicio elocuente sobre cómo van las cosas de la imaginación creativa en los lugares que creen haberla inventado y ser sus señores por los siglos de los siglos. Aún con los reparos a un premio a menudo caprichoso, la polémica sobre si las canciones son literatura da una cierta risa, pues la voz humana y el canto están en el origen de casi todo en la cultura literaria y los tratos entre personas, en la paz como, ay, en la guerra. Lo único que prueba es que lo de Dylan alarmó a muchos y sigue alarmando.
De momento he constatado que el motivo clave y no dicho del desconcierto es de política cultural, de oxígeno. Una desazón no sin motivos, de una cierta supervivencia para las librerías, que tanto necesitan de estímulos en los lectores si de veras son literarias y de pensamiento, sobre todo las pequeñas librerías: un no saber si este Nobel sirve para vender libros o para vender discos (para promover más descargas ilegales, seamos precisos). Lo mismo podría decirse de las pequeñas y medianas editoriales, que en absoluto lo preveían y, encima, la que había apostado por Dylan antes ya había tenido que bajar la persiana, Global Rhythm. Los libreros no tenían a quien pedir ejemplares en los primeros días de octubre, cuando se supo el premio y los medios estaban obligados a llenar páginas con Dylan. El Nobel literario es garantía de publicidad mediática por eso mismo, por ser una ayuda fuerte para el negocio cultural, tan desasistido entre nosotros.
Vale, sí. A partir de ahí, no obstante, la pregunta continua siendo por qué a Dylan se le obvia su carácter político. Por qué tantos afirman que los académicos suecos han querido darse a sí mismos un baño sesentero y narcisista, viéndose los mayores como los hipies que tal vez (no) fueron y dándose los más jóvenes un gusto por no haber podido serlo. Un matiz sobresale en estos comentarios, la ansiedad y el mal rollo que provocan los sesenta y los setenta en tanta gente. Poderosos o no que por motivos variados creen necesario quemar herejes ahora o algo así. Más ante un artista neurótico como Dylan, que no pone nada fácil y sigue pasándose la vida en la carretera, hijo de los beat que no ha dejado de ser. Es más incómodo que Bowie, que Cohen, incluso que Lou Reed, que tampoco sin Dylan habría sido el que fue. Sigue cumpliéndose la ley moderna: el mejor artista es el artista muerto.
He seguido el debate y ver si el hombre decía algo sustancial de cara a la ceremonia, a la que no esperaba que asistiera. Dado el susto que provocó en Patti Smith la magna congregación de poder, medallas e indumentaria y pedrería de altos vuelos —incluido el vestido de materiales reciclados de la princesa Victoria— hubiera sido francamente divertido ver allí a Dylan, con la mala sombra que puede gastar. Envió a una mujer, la única entre los premiados. Claro que no podía pedírselo a Joan Baez, a la que dejó atrás muy pronto en los escenarios para triunfar solo. De luces y sombras, un montón. Pero pedírselo a Patti Smith es una decisión política: People have the power es el verso repetido de una cantante que ya no fue hippy.
Durante la cena, sin tantas cámaras, otra mujer, la embajadora norteamericana, leyó el discurso. Dylan no orilló el debate: ¿son las canciones literatura? Para decir que desde los tiempos de Shakespeare, que escribía palabras para ser dichas y no para ser leídas, los tiempos siguen en lo mismo. Una declaración sin duda política, que en un poeta elíptico dice más. Una ironía política sobre su propio icono profético: los tiempos no han cambiado.
Mercè Ibarz, escritora y profesora de la UPF.
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