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El barroco como espectáculo y cooperación

Casi 400 coralistas cantan 'El Mesías' de Haendel en A Coruña y Vigo junto a la Sinfónica

El Palacio de la Ópera de A Coruña y el Auditorio Mar de Vigo han sido testigos de la interpretación por la Orquesta Sinfónica de Galicia (OSG) de una versión del oratorio El Mesías, de G.F. Haendel. El evento sirvió de estreno al nuevo recinto vigués en su uso sinfonico coral y estuvo organizado por la OSG y el Concello de Vigo. Se suma a la serie de conciertos “participativos” con la colaboración de la Fundación Bancaria La Caixa”, que relanzó en 1995 la tradición coralista asociativa que fundó el músico y activista político Josep Anselm Clavé i Camps (Barcelona, 1824; 1874).

Escuchar los coros haendelianos a casi cuatrocientas voces impone. En principio físicamente, por el rango de potencia sonora. También porque, tras décadas de historicismo, se hace raro escuchar música barroca interpretada por efectivos sonoros tan multitudinarios, incluso a los menos proclives a esa corriente estética. Corriente que muchos profesionales de la música y aficionados pensamos que no es más que una opción estética tan respetable como -pero no más que- cualquier otra.

En cuanto a la percepción de los coros por el público, el desequilibrio sonoro es inevitable. No tanto entre el rango dinámico de tamaña cantidad de cantantes frente a la orquesta, reducida al mínimo necesario, como al de las voces entre sí. Solo los espectadores situados más o menos equidistantes entre ambas masas corales pudieron oírlas suficientemente equilibradas.

Al estar situadas en la parte baja de los laterales y distribuidas por altura de voz, quienes ocupaban localidades laterales altas no podían oír lo suficiente la de los coralistas situados en el lado opuesto. Cuando el Coro de la OSG, en el escenario y tras la orquesta, cantó sin el apoyo del resto de conjuntos se pudo comprobra la distribución espacial de su sonido y la progresiva y positiva evolución que ha llevado a cabo de la mano de Joan Company.

En cualquier caso, fue una ocasión de cumplir con la curiosa tradición de escuchar en época cercana a la Navidad este oratorio que medita sobre el nacimiento, vida, sacrificio y resurrección de Jesucristo. Tradición británica, por cierto, que nació de las interpretaciones dirigidas en el Covent Garden londinense por el propio autor en fechas cercanas a la Navidad, tras su estreno en Dublín en 1742.

Estos conciertos “participativos” tienen el doble efecto de aportar espectacularidad a la obra interpretada y, más importante, de incluir a un gran número de coros -trece en esta ocasión- en una ejecución junto a una orquesta profesional. Labor llena de dificultades de coordinación que fueron salvadas más que razonablemente por el maestro preparador y los directores de cada coro participante. Luego, los últimos ensayos corales a cargo de Company y los conjuntos con la orquesta dirigidos por Paul Goodwin dejaron el oratorio listo para su audición por el público gallego.

En cuanto a los solistas, la soprano Malin Christensson tiene un timbre agradable y con suficiente brillo y pasa muy bien entre registros. Cantó su parte con unos recitativos de buena capacidad narrativa y arias de bella musicalidad. Al tenor Timothy Robinson y al bajo, Mark Stone, se les nota y agradece su experiencia en el género del oratorio, con unas interpretaciones de perfecta adecuación estilística.

Robin Blaze –contratenor a cargo de la parte de contralto-, solo se hace oír bien en los agudos; el resto del registro su voz queda muy escasa en potencia y proyección además de carente de brillo. Por otra parte, su interpretación adolece de un exceso de ingenuidad; el resultado final da la sensación de estar escuchando una voz blanca más que la de un adulto.

La Orquesta Sinfónica de Galicia demostró una vez más su gran capacidad de respuesta a los requerimientos de cada director. Y con alguien como Goodwin al frente, esta maleabilidad la hace bien capaz de hacer el mejor barroco posible con instrumentos “modernos”.

Un puntal de esta versión fue la actuación del continuo aunque, curiosamente, los nombres de sus componentes no figuraban en el programa de mano. Fue precioso el color del chelo de Gabriel Tanasescu y el órgano a cargo de Alicia González Permuy. Pero también la severa presencia del contrabajo de Risto Vuolanne y su gran precisión. Junto al clavecín de Silvia Márquez, parecía que todos utilizaran el milisegundo como medida sobre la que trabajar la rítmica.

Fueron destacables los solos de trompeta de John Aigi Hurn en la última aria del bajo y, más aún, en el Aleluya. Este resultó más brillante y espectacular que de costumbre por la masa sonora, pero también salpicado por alguna que otra imprecisión. El tempo empleado por Goodwin es más adecuado a la interpretación “históricamente informada”, con efectivos reducidos que a la del gran número de voces aficionadas que lo cantaron en estos conciertos. En cualquier caso, se logró el objetivo: un barroco espectacular y cooperativo.

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