Justin Bieber, el ídolo y la burbuja
El rubio canadiense se muestra distante y modosito ante 15.000 seguidores enfervorizados
Un adulto se da cuenta de que está envejeciendo cuando le envían el enlace de Pineapple apple pen y no le acaba de encontrar la gracia. Es ley de vida. De la misma manera, un chaval comienza a sentirse viejoven cuando acaba en un concierto de Justin Bieber en el Barclaycard Center y descubre que podría ser el hermano mayor de casi cualquiera de los asistentes. Los familiares por encima de los 18 años eran la parentela más codiciada anoche para acompañar a los pipiolísimos beliebers, aunque la prevalencia gramatical del género masculino suponga en este caso un engorro: las chavalas eran anoche una mayoría absoluta más avasalladora que las de la Merkel y Rajoy en sus mejores tiempos.
Justin Bieber no parece ni rematadamente guapo ni musicalmente deslumbrante, pero algo debe de tener el rubio canadiense para haber vendido con 22 años toneladas de calzoncillos y de canciones. Quizá el mundo se haya convertido ya en un lugar inescrutable para los no millenials. Bieber es un vocalista que ejerce ante 15.000 almas el playback sin disimulo, con el micrófono a veces a la cintura mientras oímos cómo canta. Acaso haya que llamarlo honestidad: si vinieron a escucharme, en realidad yo puedo ponerme a bailar. Y hasta eso mismo es paradójico, puesto que a la media hora el muchacho se acomoda en un sofá, agarra la guitarra acústica y factura una versión desnuda muy potable de Fast car, una canción de Tracy Chapman famosísima en 1988 y que, claro, casi nadie reconoció en el Palacio.
Ataviado anoche de niño buenecito, con camisa a cuadros azulgranas y pantalones crema, Justin Bieber inaugura la noche con Mark my words desde el interior de una urna de cristal, una estampa de inquietantes y tempraneras resonancias michaeljacksonianas. No será la única vez que se muestre enjaulado, un detalle que a los freudianos les volvería locos: o el de Ontario se siente preso de su propio personaje o busca una burbuja protectora en la que ir a su bola. En “su mundo”, por parafrasear el título del disco con el que, aún adolescente, el resto del mundo empezó a hablar sobre él. Quizá demasiado. Y, hasta la fecha, de manera aún ininterrumpida.
Algo de eso habrá, tal vez, a juzgar por la actitud displicente del muchacho, por su melasudismo precoz. Justin Bieber puede subirse a un cuadrilátero suspendido en mitad del pabellón para dar unas volteretas durante Company, pero su actitud es más bien hierática, la del que se encuentra en la tesitura de sacar al perro de paseo justo cuando anhelaba despanzurrarse para ver un nuevo capítulo de Juego de tronos. Programa un repentino descanso a los 55 minutos de actuación, como si él estuviese fatigado y no hubiera instituto a la mañana siguiente. Y acaba convirtiendo los fuegos de artificio, las volutas de humo y los bailarines propulsados en los ingredientes más atractivos de la noche.
Tras el cuarto de hora de receso, Justin Bieber ha cambiado de camisa de cuadros, esta vez sobre fondo blanco. Y se toma la molestia, elevado una vez más sobre una grúa hidráulica, de marcarse un solo de batería. Parece un ramalazo de orgullo, un momento autoreivindicativo por parte de quien ha convertido su propia gira en un indisimulado festival del sonido pregrabado. Bieber podría ejercer de músico, pero no sabe a qué carta quedarse. Es capaz de suministrar un jitazo de rhythm & blues contemporáneo, Let me love you, o propiciar una marea de hojas blancas durante Life is worth living, pero prefiere que nos quedemos con detalles como esas gafotas sin graduación que se gasta ahora. Y qué, en cualquier otro rostro menos ilustre, serían motivo de bullying. Así de indescifrables son, a estas alturas del partido, las tendencias.
La noche acaba con fuegos chisporroteantes en Purpose y, más llamativo aún, una intensa lluvia sobre el cantante y sus 16 bailarines durante Sorry, su único bis. Para entonces, es un fugaz candidato al premio de camiseta mojada, tímido momento de alborozo visual que concede un muchacho que, en tiempos, optaba por exhibir abdominales en mitad del escenario. “Lo mejor está aún por llegar”, se despidió en un momento en que su micrófono sí que se encontraba operativo. Buena falta le hará que así sea.
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