De visita por la Viena finisecular
Mano a mano de Richard Egarr y Massimo Spadano en el ‘Doble concierto para violín, clave y cuerdas’ de Haydn
La Orquesta Sinfónica de Galicia ha celebrado este fin de semana sus conciertos de abono de viernes y sábado con un programa a caballo entre el último cuarto del siglo XVIII y el primero del XIX. Ha sido un recorrido por la música de Haydn, Mozart y Schubert, tres de los genios que habrían de convertir aquella Viena finisecular en el centro del mundo musical occidental.
En estos conciertos la OSG ha contado con la dirección de Richard Egarr, uno los mejores guías posibles para estos viajes por aquel tiempo, y con la actuación como solistas del propio Egarr y de su concertino, Massimo Spadano. Un dúo de gran altura que hizo una lectura plena de adecuación estilística del Doble concierto para violín, clave y orquesta de cuerdas en fa mayor, Hob. XVIII:6 de Joseph Haydn.
Una serena amabilidad muy haydniana marcó el Allegro moderato inicial. La idónea transición de la cadenza a dúo la tornó en el lirismo con que Sapadano y la orquesta expresaron el Largo. El clave de Egarr dotó de alada ligereza este movimiento y en el Presto final destacó el virtuosismo lleno de musicalidad con que lo interpretó Spadano.
Los cinco conciertos para violín de Mozart están datados en el plazo de ocho meses, de abril a diciembre de 1775. Posteriormente escribió dos movimientos de sustitución -un Adagio en mi mayor (KV 261) para el nº 5, KV 219 y un nuevo final para este Concierto nº 1 en si bemol del programa que nos ocupa. Ambos al parecer, destinados a Brunetti, su sustituo como “Koncertmeister” en la corte de Colloredo.
Seguramente, la característica más destacable de los conciertos para violín del salzburgués es que la parte del solista no tiene nunca un carácter virtuosístico extremado. Más bien, la elegancia está siempre presente en movimientos lentos y, algo menos frecuente, en los rápidos.
Esto fue precisamente lo más destacable en la interpretación de Spadano y el acompañamiento de Egarr y la Sinfónica. La expresividad de las agilidades del Allegro moderato inicial tuvo un sonido aterciopelado en los graves y delicadamente incisivo en el registro agudo. Junto al elegante virtuosismo del Presto final enmarcaron un Adagio de gran fuerza lírica. La ovación final fue la de un público que conoce y siempre agradece un buen Mozart. Que por algo el extinto Festival Mozart dejó una profunda huella en la ciudad y en la personalidad de su orquesta.
La OSG fue precisamente una de las primeras orquestas de España en numerar correctamente la Sinfonía en do mayor, “la grande” de Schubert, con el nº 8 atribuido durante años a La inacabada. Y ello pese a que la revisión de 1978 del catálogo de Erich Otto Deutsch (1883-1967 estableció ya como definitiva la numeración cronológica de las sinfonías.
Sinfonía grande por duración pero más aún por concepto, las características de su intepretación por Egarr al frente de la Sinfónica fueron grandeza y elegancia. A ellas contribuyeron los tempi empleados por el director y clavicinista inglés ylo que bien podríamos llamar una adecuada esbeltez textural, lograda por su manejo de la dinámica y una idónea disposición de planos sonoros.
La limpidez y claridad fueron santo y seña desde las primeras notas de las trompas en el Andante inicial, junto al precioso empaste de las cuerdas. Pero también con la rotunda limpieza de los timbales de José Belmonte, la pulida rotundidad de los metales y la belleza tímbrica de las maderas, que tuvieron un notable peso en la redondez de la versión de Egarr.
Las intervenciones solistas fueron asimismo notables una vez más. Hay que destacar la labor de David Villa con el oboe, en una sinfonía llena de intervenciones de este instrumento. Como el solo inicial del Andante con moto; sus unísonos con el clarinete de Juan Ferrer -recién llegado de Rusia tras haber formado parte del jurado del Concurso Chaikovski- y el increíblemente bello timbre demandado por Schubert al apoyar el canto de los violines en el Scherzo, movimiento que estuvo lleno de la energía característica del Schubert más optimista.
El Trio de este se nutrió de la serena energía emanada del empaste da las cuerdas y la paleta tímbrica de los vientos y tuvo lo que bien se podría llamar una especie de ampltud flotante que podía hacer pensar en el vuelo de un gran aerostato. En el cruce de voces del Allegro vivace final uno puede intuir las razones de Schubert l para acceder a las lecciones de contrapunto que tomó en sus últimos años. A las que pertenecen los ejercicios encontrados en los apuntes de una Sinfonía en re nunca terminada por el austriaco y que sirvieron a Luziano Berio para complementarla, que no completarla, en su Rendering.
El final de La grande, y con él el del concierto, fue otra demostración de la calidad de director y orquesta. Ya lo habían sido los acordes finales de cada movimiento, con una amplísima respiración de esas que provocan un hondo suspiro de satisfacción en los buenos melómanos. Como el que casi se pudo oír en el Palacio de la Ópera antes de los primeros aplausos de una ovación tan cálida e intensa como merecida.
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