El triunfo del fragmento
La crisis del diario en papel ha hecho estallar las antiguas narraciones unitarias de lo existente y el lector se ve obligado a buscar por su cuenta y ordenar trozos dispersos de significado
La crisis de los periódicos en papel constituye tema de conversación recurrente no solo entre los profesionales de prensa. Es frecuente que cuando dos personas, lectoras habituales de diarios, se encuentran, una de las cuestiones que surja sea esta, habitualmente en relación con su cabecera favorita: nuestro periódico no es lo que era, qué diferencia con el de antaño, cómo ha cambiado su actitud en determinados temas, pues mira que el nivel de sus colaboradores, etcétera. Pero, más que detenerme en dichas críticas, me interesa señalar uno de los efectos de esa situación, y es el hecho de que la crisis de un diario significa que deja de representar un lugar simbólico de reunión, aquel en el que uno esperaba hallar ciertas opiniones —las de quienes nos merecían autoridad-—pero también el espacio en el que uno quería publicar si deseaba ser leído por un determinado universo de personas.
La crisis de cualquier diario hace que surja entre sus lectores la pregunta “¿dónde nos encontraremos?”, cuya respuesta la evolución de los acontecimientos parece ir mostrando poco a poco: o en ningún lugar en particular o “en Internet”. Pero esta segunda opción no es, en sentido propio, un lugar, sino un lugar de lugares, un meta-lugar. Responder “en Internet” a aquella pregunta sería una respuesta tan vacía como “en la realidad” o “en el mundo”.
Es cierto que cualquiera podría contra-argumentar que, siendo de todo punto inabarcable el territorio comprendido por el término “Internet”, no es menos cierto que resulta susceptible de ser recorrido en infinitas direcciones, llevar a cabo incontables travesías, merced a la existencia de instrumentos como los buscadores y similares. Esta posibilidad está modificando claramente las maneras en las que los lectores de hoy se relacionan con la información y con la opinión.
En efecto, se diría que el principal damnificado por este nuevo escenario es el concepto de diario en cuanto tal, esto es, aquella unidad organizada de información, opinión y análisis que ofrecía a los lectores una visión coherente tanto de la actualidad en cuanto tal como del mundo en general. De ahí no solo la clásica referencia a la línea editorial de los diarios, noción que hoy parece haber sido sustituida por la de tendencia política de los digitales (que le es atribuida por los lectores, más que reconocida por el propio medio), sino la existencia de los editoriales, en los que aquellos manifestaban públicamente su posición respecto a un determinado asunto. No deja de ser significativo que este tipo de artículo de opinión haya desaparecido de los nuevos digitales, sustituido en el mejor de los casos por las piezas del director, que el lector avisado puede interpretar que cumplen la función de los extintos editoriales.
Importa resaltar, pues, que no se trata simplemente de la mudanza de un formato (el diario tradicional) a otro medio (el electrónico), sino de la mudanza del propio formato en cuanto tal, lo que obliga al lector a un cambio en su manera de relacionarse con esta nueva oferta, tan diferente a la que había.
Bien podría afirmarse, para resumir el signo del cambio, que estamos asistiendo al triunfo del fragmento. Lo que quiere decir tanto que están estallando en mil pedazos las antiguas narraciones unitarias de lo existente que se materializaban en los antiguos periódicos, como que ahora el lector viene obligado a llevar a cabo por su cuenta la tarea de encontrar los fragmentos que considera valiosos, correspondiéndole asimismo a él la tarea de integrarlos —si todavía mantiene la vieja querencia por los todos— en un marco general de sentido.
Pero exigir al lector que se maneje en el nuevo caos comunicativo con desenvoltura y criterio no solo para separar el grano de la paja sino —lo que resulta aún más complicado— para integrar lo seleccionado en ese orden de sentido global que ya nadie le proporciona, probablemente constituya una exigencia excesiva. Nada tiene de casual que en semejante tesitura estemos asistiendo al auge de la figura de los prescriptores, esos elementos con autoridad a los que, en definitiva, se les ha acabado por atribuir la función que en otro tiempo desempeñaban los propios diarios y que para muchos lectores tal vez tengan algo de asidero en tiempos de incertidumbre. No es casual su auge, ciertamente, pero en todo caso un prescriptor nunca puede sustituir a un lugar de encuentro.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea de la UB y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE.
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