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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El regreso del autarca

Uno de los retos de los gestores de las ciudades abiertas como Barcelona es afrontar el reto de la especialización y la llegada de foráneos protegiendo a los de casa sin alzar de nuevo las murallas

Pablo Salvador Coderch

Ha vuelto para quedarse. Es el autarca, aquel que es autosuficiente, que se autogobierna y se basta a sí mismo. Todo hay que hacerlo en casa, desde casa, para los de casa y con los de casa, hoy el autarca es un demócrata radical. Detesta a los poderosos, pero propende a tirar al niño con el agua del baño, pues muchas organizaciones estimables alcanzan inmenso poder gracias a una innovación revolucionaria que el autarca rechaza a su riesgo. Piensen en la combinación del Smartphone con la pantalla táctil, una idea fecunda que todavía no ha cumplido diez años y que interconecta a casi toda la humanidad en una era —predica en vano el autarca- de desconexiones. Aunque se parecen mucho y entre ellos mismos se confunden, los autarcas no son anarquistas, pues anarquía es ausencia de gobierno y autarquía es fe ciega en el autogobierno. Pero la mezcla inconsciente se da: en Catalunya, la izquierda radical es anarquista en Barcelona y autárquica en los pueblos. Son sensibilidades distintas, todas ellas apreciables, pero se entiende bien que ellos no lo hagan entre sí.

El autarca es ubicuo (transversal escriben ahora): está en todas las formaciones políticas, en la derecha —no quiere refugiados— y en la izquierda —no quiere turistas—, aunque de nuevo se confunde. En este país afirmamos querer a los refugiados solo porque casi no hay ninguno. Según Eurostat, entre enero y julio de este año, Alemania acogió a 444.835 refugiados, Francia a 40.120, Suecia a 17.625 y España a 7.955. Así, los alemanes han recibido a un refugiado por cada algo más de 180 habitantes y nosotros a uno por cada 5.800. Esto tiene una causa: como los perseguidos son pobres pero nada tontos, prefieren ir a países ricos con instituciones fuertes y una tasa de paro reducida. Y tiene una consecuencia: si entraran muchos de golpe, pronto se generaría una reacción de rechazo en los antiguos votantes de derechas y de izquierdas y la autarquía ganaría posiciones. Se impondrían los partidarios de las sociedades cerradas, perderíamos los partidarios de las abiertas, pues sabemos lo mal que lo tenemos en ausencia de crecimiento económico sostenido.

La reacción de rechazo al turismo es simétrica: la banalidad del viajero de tres días es intrínsecamente vulgar, la dislocación social que provoca en los barrios pintorescos es real, hasta el ruido de las ruedas de las maletas sobre las aceras es molesto para casi todos. Pero la preferencia de la izquierda autárquica por prohibir en lugar de gravar (subiendo los impuestos, por ejemplo) es inquietante: mi ayuntamiento envía cartas a los vecinos de Barcelona instándoles a denunciar —(“us volem demanar la vostra complicitat … us sol.licitem que ens faciliteu informació si creieu que a la vostra finca hi ha un habitatge d'ús turístic il.legal”, carta del Àrea d'Ecologia Urbana, de 1 de septiembre de 2016)— vuelven los fantasmas de odios pasados, realimentan una sociedad de delatores, confundiendo al ciudadano con el inspector, al vecino con el policía y abriendo el paso a que los resentimientos privados se impongan sobre los intereses públicos (o a que el silencio se compre).

Y el autarca es centrípeto, es quietista, casi implosivo. Vive encerrado en un mundo estático, ajeno a todo cambio disruptivo: en las innovaciones ve un peligro cuando no un ataque a su ser. Prohíbe, pero no promueve, se opone pero no propone (John Carlin scripsit), paraliza porque, presa de su pavor, prefiere pararlo todo hasta haber aprendido a proporcionar aquello que pronto (¿pero cuándo?) podrá presentarnos. Su último objetivo es reinventar las fronteras comerciales. Los autarcas de izquierdas y de derechas se oponen a las ventajas de la especialización y del intercambio apalancándose en las pérdidas innegables que generan. En ninguna otra cuestión es más conspicua la ubicuidad del autarca, cuyo mensaje es eficaz de puro cierto: “De fuera vendrán y de tu casa te echarán”. Su éxito genera una cascada, pues, a más foráneos, más fácil es convencer a los menguantes vecinos que no hemos sido todavía desplazados de que los forasteros nos expulsan de la ciudad. Pero ahora ya no se trata de turistas, sino de profesionales de mil oficios que, atraídos por una de las cien mejores ciudades del mundo, ansían instalarse en ella. Uno de los retos de los gestores de las ciudades abiertas es afrontar el reto de la especialización protegiendo a los de casa sin alzar de nuevo las murallas de Barcelona.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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