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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Turismo por nuestro yo

Una vez aceptada la imposibilidad de escapar de nuestras contradicciones, entramos en la fase siguiente: redefinir la contradicción haciéndola ajena

Me levanto temprano, para ir de excursión. Son las cinco y media de uno de los últimos sábados de verano y quiero llegar pronto al aparcamiento de Vallter. Desayuno y conduzco hasta la senda que sube hasta el refugio. Que el mediodía no me coja lejos del coche, las tormentas aquí se arman en diez minutos.

Ya se ve gente, pero las primeras rampas actúan de filtro y poco a poco me voy quedando solo. Tras dejar a tres excursionistas en la cruz del Bastiments, como solo en la parte oeste de la cumbre y sigo así hasta llegar a los Inferns. Una vez allí, las primeras palabras que cruzamos con otro excursionista son sobre la gente. “Esto hoy va a parecer las Ramblas”, gruñe. Hay sitio, somos dos y no vemos a nadie más en varios kilómetros a la redonda, pero como le veo tan molesto, continúo otros doscientos metros para almorzar. El pico es suyo y solo suyo y, claro está, no se considera gente.

No me sorprende, una vez aceptada la imposibilidad de escapar de nuestras contradicciones, entramos en la fase siguiente: redefinir la contradicción haciéndola ajena, la gente siempre son los demás. A mí, la verdad, con las dosis de civismo necesarias, cuánta más gente en la montaña, mejor. De manera ordenada, con una gestión eficiente y todos los etcéteras que quieran añadir, creo que quien tiene el ánimo de subir un pico debe de tener algo de estima por la naturaleza, por el paisaje y por el lugar que habita.

Claro que la estima para con todos estos elementos no tiene por qué ser también hacia prójimo. Sucede con una montaña, con la última cala desconocida de la Costa Brava, con el recóndito paraje del Priorat o con Barcelona: lo fundamental es el yo, el lugar es lo de menos. Adular al yo hasta que crea que la relación que mantendrá con el paraje sea única. Da igual dónde y los motivos del viaje, lo importante es que sea personal y, por tanto, consumible, propia. Es la queja del turista que se queja de que hay demasiados turistas. La de las personas que lo mismo te cuelgan en las redes sociales fotos de sus viajes como quejas de por qué su barrio se ha inundado de AirBnB. A ellos jamás les han brillado los ojos con un vuelo de veinte euros a Londres.

Lo que más se parece a esta situación es la que describe la paradoja de los antropólogos transformados en entropólogos. El relato del contacto cultural está lleno de lamentos provocados por la pérdida de la identidad y del hábitat de las comunidades que se retratan. En muchas ocasiones, cuando llegaba el antropólogo a una comunidad, las circunstancias habían cambiado notablemente por la aculturación y el abuso. Todo lo que podía hacer era intentar recomponer los pedazos del destrozo o, en el peor de los casos, explicar las razones de la entropía social que observaba. Se creaba una nueva ciencia, la entropología.

Este proceso, en turismo, está más que estudiado. Nos gusta un lugar, lo difundimos por puro ego de haber estado allí, lo llenamos y finalmente su carácter acaba confundiéndose con el nuevo paisaje de turistas que siempre son los demás. Es el conocido dilema de San Francisco, bien descrito entre otros por estudiosos del tema como Richard Florida: el atractivo de la ciudad acaba expulsando a aquellos que la hicieron atractiva. Le sucede algo parecido a cualquier gran urbe y es síntoma de éxito, puesto que todavía no hemos encontrado depredadores para esta nueva especie que es el turista y que muta en forma de turismo laboral.

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No se trata solo de una batalla por o sobre el turismo. Es una batalla más por la presencia del yo, quizás el yo que mejor expresa el capitalismo del XXI. Su globalización a través de la experiencia única, el tipo que te gruñe a las diez de la mañana porque ha llegado antes que tú a la cima de su montaña. Lo peor de todo es que la colonización de espacios va acompañada de la colonización de las ideas. El tipo que gruñe puede que haya dormido en Camprodón donde hay tropecientos alojamientos de la llamada economía colaborativa. Es posible que haya hechos sus pinitos en el turismo antiglobalizador o revolucionario. Puede incluso que piense que debería ir a hacerse la foto a un campo de refugiados, una selfie allí es lo más, lo último, lo único.

Luego, volverá a su ciudad o comarca y colgará un cartel que gruña que el turismo mata su barrio o su paisaje. Y si no lo hace, nos vamos a decepcionar todos. Él también.

Francesc Serés es escritor.

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