Simpatía por los tiburones
Stefano Massini no destaca por la ligereza de los temas dramatizados
La obra de Stefano Massini no destaca por la ligereza de los temas dramatizados: el conflicto palestino-israelí, la persecución de la libertad de prensa o directamente el procesamiento de Dios, juzgado por los judíos en Auschwitz. Mete el dedo en todas las llagas. Si su curiosidad se dirige a la crisis del capitalismo —ejemplarizado en la caída de Lehman Brothers, la gran banca de inversiones que con su quiebra en 2008 contribuyó a la gran crisis que aún nos azota— cualquiera familiarizado con su trayectoria espera un severo rapapolvo (más de cinco horas en su versión íntegra) a un sistema y a sus principales valedores, aunque acabaran engullidos por ese mismo mercado que habían elevado a ídolo de oro.
La adaptación realizada por Roberto Romei (reducida a menos de tres horas) trasmite la sensación de que se ha minimizado la distancia crítica con las tres generaciones de los hermanos Lehman (judíos originarios de Baviera, emigrados a Estados Unidos a mediados del siglo XIX). Más que una denuncia de cómo se levanta y se destruye un imperio económico, parece que asistimos a la crónica familiar en los tres habituales capítulos tan bien retratados por Thomas Mann en los Buddenbrook, aunque el declive —al menos en esta puesta en escena— sea sólo un somero apunte. Para ser justos con los hechos, la familia Lehman tenía ya poco peso en el conglomerado financiero que tanto hizo por el colapso económico, desde que el último de ellos falleciera a finales de los sesenta.
LEHMAN TRILOGY
De Stefano Massini. Dirección: Roberto Romei. Intérpretes: Santi Ricart, Òscar Muñoz, Jordi Rico, David Vert, Jacob Torres, Ruben de Eguía.
La Villarroel (Grec 16), 29 de juny.
Voluntario o no, latente en el texto o no, sorprende que el espectador acompañe a los miembros de la familia (abuelos, padres, nietos) con creciente empatía. Se les toma cariño a esos precursores de los tiburones de Wall Street. Debe ser por la bonhomía que desprende la compañía. Han tomado a sus personajes por el lado más amable. Incluso Philip (segunda generación), el primero realmente consciente de su capacidad depredadora, asume su condición de modelo del capitalismo con la grandeza habitual de las hagiografías norteamericanas de los patricios-empresarios. Aceptamos con simpatía su exhaustivo y frío casting para elegir la esposa adecuada, como si fuera una descripción de las etiquetas sociales de un libro de Edith Wharton.
Es un gran personaje que David Vert intenta zafar, a pesar de todo, de la amabilidad generalizada y darle otra gravedad, un matiz de peligro que se pierde en los otros roles, más preocupados por conectar con el público. Se percibe la amenaza civilizada de un ser acostumbrado a moldear el mundo a su voluntad, encaramado al sillón Chester que preside un ágora de madera –interesante escenografía evolutiva de Roger Orra–, como si fuera una reproducción viva de la estatua sedente del monumento a Lincoln en Washington.
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