Muhammad Ali en San Idelfonso
Con Ali entrevimos que un atleta podía conducirse con gracia, inteligencia y vis teatral, en vivo contraste con los zotes que hoy asuelan la mojiganga futbolera
Pertenezco a la nutrida generación sesentera cuya infancia y adolescencia fueron jalonadas por las fulgurantes apariciones de Cassius Clay, alias Muhammad Alí, en las portadas de huecograbado y, sobre todo, en los atávicos televisores que catapultaban sus combates dentro y fuera del cuadrilátero a través de la aldea global, como acababa de bautizarla McLuhan. Niños todavía cuando el franquismo celebraba sus 25 años de paz cineraria, integramos la primera hornada de españoles cuyo despertar a la consciencia coincidió con las gestas deportivas y las rebeldías cívicas de aquel adonis retador, cimbreante y lenguaraz que, al poco de proclamarse campeón en Roma 1960 y de derruir en 1964 al patibulario Sonny Liston, devino uno de los astros mayores de aquella cultura de masas pop que Barthes elucidaba en sus Mitologías.
Como tantos mocosos de extrarradio, quien suscribe iba criándose en el corazón de la Ciudad Satélite de San Ildefonso, dédalo de colmenas que las grúas levantaban sin freno en los descampados de Cornellà, a medida que miríadas de súbditos humillados arribaban desde Andalucía, Galicia y Castilla para emplearse en el cinturón industrial de Barcelona. Vástagos de aquellos trasterrados forzosos —“hijos de la inmigración”, como la condescendencia nacionalista empezaba a apodarnos—, la revelación del mundo nos llegó a través de una cultura suburbial cohesionada por la radio y ante todo por la televisión, mágico fuego frío que parpadeaba al unísono en tropecientos ventanales cuando no emitían más canales que los dos del Régimen.
Tanto o más que por Marisol, El Cordobés, Mortadelo o Cavall Fort, fuimos amamantados por una cultura de masas crecientemente globalizada en la que fulgían ídolos como Bugs Bunny, Pelé, Tintín, Brando, Bardot o el caníbal Merckx. Pero era el más rutilante de todos Cassius/Muhammad, el único que lograba detener la rotación del planeta cada vez que su icono trasparecía en las precarias pantallas. Ahora posando ante los fotógrafos, autoparódico y fanfarrón, junto a Dylan y los Beatles. Ahora demoliendo con elegante saña —“Fly Like a Butterfly, Sting like a Bee”— a cuantos ominosos rivales le echaban al ruedo los promotores —de Liston a Foreman, pasando por Cooper, Bonavena, Norton y Frazier—. Ahora abrazando la Nación del Islam de Elijah Muhammad y Malcolm X con una desatada oratoria rebosante de ingenio. Ahora proclamando a los cuatro vientos —“A mí no me han hecho nada esos vietcong”— su negativa a alistarse en el ejército que estaba asolando Vietnam, acto de rebeldía que le acarreó onerosas pérdidas y la desposesión del título de campeón durante tres años y medio.
Cuando falleció, Ali llevaba 35 años retirado del boxeo, desde que en 1981 colgó los guantes afectado por un Parkinson incipiente. Ahora, media vida después, aquellos rapacitos de La Satélite hemos rebasado la madurez —como tantos criados en Brooklyn, la banlieu de París, Vallecas, Ripollet o Basauri—, y barrunto que somos legión los que nos hemos sentido embargados de evocaciones al saberlo. Como Barthes, Eco y Morin explicaron mientras Ali alcanzaba el cénit de la constelación mediática, la cultura de masas en auge había levantado un panteón de ídolos cuyas imaginarias virtudes suscitaban la identificación de millones de sujetos. Poderosamente mitogénica, incesante recreadora de filones narrativos y simbólicos antiquísimos, la industria cultural se revelaba capaz de fabricar ceguera, estulticia y mal gusto a raudales. Pero también de proponer arquetipos de belleza, inteligencia, justicia o bondad que infundían valores, criterios y actitudes emancipadoras.
Con Ali, el más sugestivo de todos, entrevimos que un atleta podía conducirse con gracia, inteligencia y vis teatral, en vivo contraste con los zotes que hoy asuelan la mojiganga futbolera. Que un héroe fieramente humano como él podía sentir ambigüedad o temor, y desfallecer ante la adversidad, y que —como David o Ulises— precisamente lo era por osar afrontarla. Que en su sonora rebelión contra la segregación racial y el aplastamiento militar de Indochina reverberaban ecos de la noble causa de Rosa Parks, Mandela y Antígona. Despertamos de la niñez atisbándolo entre las 625 líneas y entretejimos jirones de nuestra propia historia con retazos de la suya: el ascenso, apoteosis y lento descenso hacia una muerte sin olvido de un héroe que nos enseñó a querernos mejores.
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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