Mejorar o expulsar
Algunas mejoras urbanas tienen como efecto secundario un aumento de precios que expulsa a los residentes menos afortunados. Pero esa dinámica puede evitarse con políticas públicas bien diseñadas
Las ciudades más densas tienen ventajas pero también acarrean problemas. El área metropolitana de Barcelona es la zona más densa de España. Las ventajas son ambientales (menos dispersión, menos tiempo en movilidad, más eficiencia en gestión residuos…), sociales (más posibilidad de interacción, más servicios y oportunidades cerca de cualquiera…), y podríamos seguir. Pero, los problemas son también evidentes: saturación de los espacios públicos, más contaminación ambiental, más ruido, más problemas de convivencia, etcétera.
Frente a ello pueden tomarse medidas. Así, por ejemplo, en muchos barrios de Barcelona se tiende a reducir el tráfico, incrementar la red de transporte público, ampliar las aceras, convertir la calle en una plataforma única en la que los vehículos deben reducir velocidad y extremar la precaución, cerrar con pilonas ciertas áreas o peatonalizar el espacio. Se amplían las zonas verdes y se mejoran los espacios públicos, eliminando barreras o incrementando la calidad del mobiliario urbano. Pero, desde hace años, uno de los grandes temas en el análisis de las políticas urbanas ha sido considerar los efectos no previstos de tales medidas de mejoramiento.
La “gentrificación” es el concepto utilizado para caracterizar la conexión entre planes urbanísticos de mejora y las consecuencias que ello genera en forma de aumentos del precio o de los alquileres de las viviendas adyacentes. Y así, resulta que muchos de los residentes en las zonas mejoradas acaban abandonando su domicilio, “expulsados” por las presiones inmobiliarias generadas (con la pérdida de redes sociales, mayores tiempos de desplazamiento, etcétera); otros, finalmente, aprovecharán esa mejor calidad de vida.
Esa “elitización” o “aristocratización” se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza de quienes toman decisiones en las políticas urbanas y que quieren evitar esos efectos. Es evidente que el tema no preocupa en absoluto a quiénes de manera consciente juegan a ello, sea dejando degradar un barrio para luego justificar la intervención, sea facilitando los cambios inmobiliarios o de usos posteriores a la intervención de mejora. La aparición de coffee-shops u otro tipo de negocios modernos es a menudo una señal de gentrificación, no generada por la famosa mano invisible del mercado, sino provocada a veces por los mismos inversores que quieren cambiar la estructura social de una zona para así generar incentivos que permitan rentabilizar rápidamente su inversión.
La polémica está presente en muchas grandes ciudades como New York, París, Londres o Madrid. En Barcelona, la preocupación que ello genera es intensa, dado el boom turístico de la ciudad y la presión que produce en un mercado inmobiliario que busca oportunidades para colocar hoteles o sembrar la ciudad de apartamentos turísticos, sustituyendo así a usos residenciales permanentes. El dilema sería pues mejorar o no la ciudad, sabiendo que quizás, mejorando, lo que consigues es que acaben siendo expulsados los ciudadanos a los que pretendías ayudar.
Lo cierto es que se abusa de un término que pretende describir fenómenos muy diversos. Los estudios sobre el tema no demuestran que los procesos urbanos de mejora acaben siempre beneficiando a los más ricos, a los más blancos y a los profesionales mejor pagados. No está claro tampoco si los barrios mejorados acaban siendo más seguros o si empeoran en seguridad por la atracción que generan en los potenciales delincuentes. Lo que si está claro es que los residentes más antiguos son los que tienden a ser más reacios ante los efectos que los cambios puedan generar. Quieren que mejore su barrio, pero sin que ello acabe afectando su hábitat.
¿Podemos seguir mejorando barrios y ciudades sin que implique necesariamente la injusticia que conlleva la sustitución de los que allí viven? Plegarse a la inevitabilidad de ese dilema nos conduciría a defender que es mejor vivir en calles atestadas de coches, llenas de polución y ruido y saturadas de gente sin espacios verdes, para preservar así la identidad y la integridad de la trama social de sus vecinos. Las políticas urbanas tienen instrumentos que pueden permitir reducir significativamente los efectos indeseados, con operaciones de compra de suelo público, con planes potentes de usos y servicios, distinguiendo propiedad y uso, controlando precios y gestionando de manera más precisa los aprovechamientos y las plusvalías generadas por los planes de mejora. No hay que renunciar a tener una ciudad mejor, pero mejor quiere decir también más justa.
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