Reivindicación de la Cataluña yeyé
Músicos y radiofonistas recrean el pop de los sesenta en el montaje ‘El Pols i L'Era’, en el Auditori
Astérix y Obélix hubiesen dicho que los catalanes están locos, tanto o más que los mismísimos romanos. Un pueblo atento a su identidad, por lo general reivindicada por medio de música seria y comprometida, adusta y atenta a su tiempo, poco permisiva con la sonrisa, menos aún con la ironía, es un pueblo formal y concentrado en salvar con nota su día a día. Cabe recordar a sus prohombres y rindámosles homenaje, leamos su poesía, estudiemos sus partituras, gritemos con ellos voz al viento. Esto es lo comprensible para Astérix y Obelix, que se sentirían completamente desencuadernados viendo lo que ocurrió en la noche del miércoles en el Auditori, donde se reivindicó la guasa, algo que sólo se le ha permitido puntualmente a Dalí, Capri, obligado a ella por ser humorista, Sisa y Pau Riba porque están de atar y a Francesc Pujols, que no se sabe si iba en serio o en broma. Realmente, los catalanes parecen estar locos. Rematadamente locos.
En tiempos de grandes eslóganes, de identidades mancilladas y de procesos políticos tachonados de estrellas, un músico, Guillamino, y dos radiofonistas, Oriol de Balanzó y Oscar Dalmau, decidieron reivindicar el lado más yeyé de los catalanes, que haberlo lo hubo. Nada de relatos sobre opresiones, abramos ojos y brazos a los guateques, a los besos a hurtadillas, a las minifaldas y a las canciones coloreadas con estribillos. Eso es El Pols i L'Era un proyecto de identidad local sin eslóganes que no sean ¡bailemos y disfrutemos! Tiene forma de disco, con la fálica contraportada de una mano, femenina y humana, asiendo otra mano, ésta de mortero. En el disco figuras de ayer y otras de hoy recrean el pop de los sesenta con nuevas canciones bañadas por la música negra. No es arqueología, no se trata de recuperar canciones añejas, sino que con el concurso de artistas de dos generaciones, la de Lita Torelló y el maestro Francesc Burrull y la de Guillamino y Núria Graham, cantar nuevas canciones con el regusto del ayer. Memoria en presente continuo. El miércoles, en el Auditori, el disco se convirtió en un musical.
Dos datos previos: El Petit de Cal Eril y Joan Colomo son más raros que un perro verde. Sus respuestas monosilábicas, su carácter huidizo, su pinta de no enterarse sospechosamente de nada y su pánico a los lugares comunes les convierten en arena en un reloj. Y, realmente no es que estén locos, es que el mundo está más loco que ellos, aunque sin sospecharlo y en otra dirección. Pues bien allí estaban junto a Nuria Feliu y su eterno peinado marmóreo, más inamovible que la línea Maginot, de Lita Torelló, abandonado su retiro por la causa del proyecto y de un maestro Burrull con tanta historia como arreglista de canciones que le condujo a olvidar algunos nombres, ¡caray! los de Núria Feliu y Lita Torelló habían de ser, cuando quiso enumerar su dilatado currículo.
A todo esto, la Feliu ya era dueña del escenario, soltando un "aquí hi veig molta mongeta tendra" mientras miraba no se sabe si al escenario, donde estaban los músicos o al público. Luego daría muestras de su sentido autoparódico al escenificar junto a Oscar Dalmau una tórrida historia de desamores y abandonos titulada Le llamaban el Fiera.
El show se desarrolló junto a una barra de bar situada en un lateral del escenario, una forma de decir que la reivindicación esta vez iba a ser festiva, abiertamente relajada, en absoluto circunspecta. Pasaron infinidad de artistas, alguno de ellos relativamente conocidos como Guillamino, Joan Pons (El Petit de Cal Eril), Nuria Graham o Joan Colomo, otros menos populares como El Gordo Del Puro, Martí Sales, Eduard Gener, Eric Sueiro o Ernest Crusats, el de la Iaia, todos ellos unidos por la reivindicación de un pasado que no olvidan, el del yeyé catalán de los sesenta, bañado todo con un sentido del humor con derivaciones sexuales, ausencia absoluta de caspa y unas ganas enormes de testimoniar que la memoria no tiene por qué ser una foto acartonada en color sepia. Y sí, queridos galos, los catalanes están locos. Al menos algunos.
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