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Muse

Apóstoles del espectáculo (total)

El trío británico se enroca en el sonido de siempre, pero su despliegue sobre el escenario es sencillamente avasallador

Concierto de Muse en el Palacio de los Deportes.
Concierto de Muse en el Palacio de los Deportes.JAIME VILLANUEVA

Puede que Muse no inventen nada. La cuestión, más bien, es que a estas alturas ya esté probablemente (casi) todo inventado. Los escenarios circulares en el centro del pabellón, también: el rock sinfónico los erigió en emblema cuatro décadas atrás, así que Matthew Bellamy, heredero evidente de aquel pasaporte a la grandilocuencia, ya estaba tardando en adoptarlos. Asumamos que, a la altura del séptimo álbum, los británicos se estén convirtiendo en un grupo de versiones de sí mismos. Pero apresurémonos a certificar lo evidente: el espectáculo que ayer arrasó y hoy arrasará el Barclaycard Center está concebido para avasallar. Y durante buenos pasajes lo consigue.

Hace tiempo que Bellamy no se conforma con escribir canciones grandes, entendidas como épicas. A día de hoy, se ha erigido en apóstol del espectáculo total. No basta con que el escenario sea bidireccional y giratorio, o que las lenguas laterales cubran casi todo el ancho del pabellón. Las proyecciones tridimensionales convierten a los músicos en marionetas en The Handler. Hay lluvia de globos gigantes durante Starlight. Y una especie de inmersión cósmica para ese Bolero de Ravel que es The Globalist.

No hace falta ser especialmente fan. Puede que algunos de los 15.000 espectadores que fulminaron las entradas en pocos minutos acudieran más a un evento multimedia que a un concierto. Pero es difícil negar el boato brutal, el despliegue apoteósico. ¿Efectista? Sí. ¿Musculoso? Como una sesión severa de crossfit. ¿Catártico? Sin duda.

La pega es que la fórmula sonora apenas haya variado desde la gira de The 2nd Law (2012). Es tan recurrente como, casi a nuestro pesar, acaparadora. El concepto básico dice así: Queen se hermana con Led Zeppelin por mediación de Radiohead y bajo el influjo de la Tocata y Fuga de Bach. El resultado es un hijo bastardo de genética noble. A fuerza de escucharlos y conocerlos, Muse han dejado de abrumar. Les adivinamos las costuras, por mucho que las disimulen con vagos conceptos apocalípticos (los drones que titulan su última entrega) y dosis nada prudentes de alta tecnología. Pero siguen dirigiendo sus golpes al estómago. Ayer no querían sorbernos los sesos. Aspiraban, más bien, a evitar que posáramos el culo en la maldita butaca.

No queda margen a parlamentos, ni frívolos ni solemnes, durante los 105 minutos de fuego y electricidad. Hay demasiado trabajo a pie de púlpito. Matt reparte sus soflamas vocales por ocho pies de micrófono mientras Chris Wolstenholme martillea líneas brutales con su bajo de mástil luminoso y extraterrestre. Nadie sabe qué pasaría si Muse ofreciera un concierto pequeño, recogido, con los músicos mirándose a la cara. Puede que nos quedemos con la duda. En la modalidad masiva de anoche, la grandeza les sabe a poco.

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