_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El libro que permite quemar libros

Antes de quemar la casa de todos, habría que tener otra bien construida

Pablo Salvador Coderch

Para entender la ambigüedad esencial del fuego (al calor por la destrucción), necesitamos un juego de espejos, un caleidoscopio: hace unos días, una periodista catalana (reflejo vernáculo de la formidable Camille Paglia) quemó ante las cámaras de televisión un libro de su propiedad, una novela del escritor argentino Manuel Mújica Laínez, cuyas tapas había sustituido por las de una Constitución Española, al tiempo que protestaba, enfervorecida, contra esta misma.

En realidad, esta señora quemó un objeto de su propiedad, algo que el libro que permite quemar libros (la Constitución misma) le deja hacer a su antojo con tal que el fuego no ponga en peligro a terceros, faltaría más. También el autor de una obra literaria puede aborrecerla tras haberla escrito y quemarla. Ha ocurrido muchas veces (Gogol quemó Almas Muertas II poco antes de morir y Joyce hizo lo propio con Una carrera brillante. En mi juventud, el detective Pepe Carvalho solía quemar libros de su propiedad en la chimenea de su casa: eran suyos y lo que hiciera con ellos era asunto suyo). La tesis no es autoevidente: ya Virgilio fracasó en su intento de hacer quemar La Eneida y Franz Kafka (quien debió de destruir en vida la mayor parte de su obra) dejó dicho a su amigo Max Brod que quemara el resto después de muerto. Pero Brod desoyó el mandato del escritor moribundo.

Hoy, en España, el principio es claro: uno puede quemar obras de su propiedad (intelectual o material) del mismo modo que, como hizo Ernest Hemingway, puede escoger el final de cada una de ellas y descartar para siempre multitud de desenlaces alternativos ya escritos (Adiós a las Armas). En particular, el libro que permite quemar libros alza un valladar (que debería de ser infranqueable) ante cualquier poder público que pretenda perseguir a quien quema un libro porque detesta su contenido, porque no soporta lo que el libro dice. Esto es lo que viene a decir el artículo 20 de la Constitución. Y, por supuesto, el libro que permite quemar libros nos deja la libertad de quemar ese mismo libro.

La periodista que ingenió la performance de la quema (aparente) de la Constitución protestaba contra una sentencia reciente del Tribunal Constitucional (la 62/2016, de 17 de marzo) porque había declarado inconstitucional y nula una disposición ya derogada del Gobierno catalán. Esta modificaba el Codi de Consum con el objeto de evitar el corte de suministro de luz y de gas a las personas en situación de vulnerabilidad económica. La performance fue un exceso histriónico: a la artista le habría bastado con quemar dos apartados del número primero del art. 149 de la Constitución (que son los que aplicó el Tribunal). En lugar de enfadarse tanto, podría, relajada, haber encendido un cigarrillo con dos tiras de papel enrollado (esos dos apartados), fragmentos (esta vez auténticos) de la Constitución empleados a modo de cerilla (pero, ay, fumar en televisión es una quema de cosas aún peor vista que la de los libros y hacerlo habría requerido el fuste de Marina Abramovic, la cual además habría acabado apagando la colilla en la palma de su mano izquierda).

La sentencia del Constitucional es una calamidad: la norma recurrida estaba ya muerta, por derogada; el Gobierno catalán tiene competencias en materia de consumo; el español no se había dignado a dictar regla alguna sobre la interrupción del suministro de gas y electricidad y la pobreza energética, es decir, el poder central, ni hacía, ni dejaba hacer. Todo esto se lee en los votos particulares contrarios, suscritos por tres lúcidos magistrados. A veces, el Constitucional parece cautivo de su guardia pretoriana y produce sentencias prolijas, gélidas, precisamente burocráticas. Parecen más el subproducto de una clase funcionarial dependiente de que nada se mueva que de la decisión meditada de los guardianes del Estado. De sus amigos les libre Dios.

A mí me desagradan bastantes cosas del libro que permite quemar libros. Pero nunca se me ocurriría provocar un incendio en los cimientos de nuestro edificio jurídico, abrasando el todo porque me disgustan algunas de sus partes. Antes de quemar la casa de todos, habría que tener otra bien construida, muy probada y en buen uso. Y es que no me fío de quienes proclaman que defenderán mis derechos, pero primero quieren arrasar con las garantías de los que ya tengo. No firmen nunca cheques en blanco.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_