La mujer esdrújula
La londinense arrasa en Vistalegre con una propuesta que, de tan intensa, puede tornar en desmedida
Sorpresa. Florence Welch no emerge desde detrás del escenario, sino caminando por el foso frontal, serena y majestuosa con su impresionante vestido largo de transparencias y esa ondulante melena pelirroja que le confiere aspecto de princesa atrapada en el corazón del bosque. Será, en realidad, su único momento de comedimiento a lo largo de los 99 minutos de comparecencia en Vistalegre, donde este domingo desató la pasión ante cerca de 10.000 enfervorecidos seguidores. La jefa de The Machine posee un chorro de voz inapelable y un repertorio épico en el que cada estribillo parece competir con el siguiente en una orgía de notas agudas. Pero no le basta con el barroquismo sonoro. En la traslación al directo, nuestra moderna diva descalza incluye carreras enloquecidas de una punta a otra del escenario, un apresurado descenso hasta el extremo opuesto de la plaza al final de Rabbit Heart y dramáticos desplomes sobre el suelo para demostrarnos, como en Delilah, que cualquier afectación es poca a la hora de representar las cuchilladas del amor, la pasión y los desvelos.
Confiábamos en encontrarnos a una sutil heredera de Kate Bush, pero deberíamos pensar más en una Adele desaforada, a ratos desmedida. Los ejercicios aeróbicos se convierten en símbolo de furia e incontinencia animal, como si en los diferentes estados de ánimo de la londinense no hubiera también hueco para la abstracción o el sosiego. Welch reclama con insistencia que la escuchemos de pie, pero propicia que vayamos mucho más allá: saltando mientras no se nos colapsen los gemelos y con los puños apretados hasta que sangren las palmas de las manos.
Es imposible no sentirse estimulado con el estribillo eufórico de Ship to Wreck, la avasalladora explosión de Dog Days Are Over (invitación incluida a que nos achuchásemos y besuqueáramos con tantos como nos lo autorizasen a nuestra vera) o la percusión implacable de Spectrum, quizás algo más que un guiño a Running Up That Hill. Todo incide en el énfasis, la grandeza, el arrebato. Y no hay tregua ni margen para la negociación: Florence es mayúscula e hiperbólica, la madre de todas las batallas y la mujer de todas las esdrújulas.
Por supuesto, todo el barroquismo queda amortiguado por el sonido de Vistalegre, esta vez más regulero que espantoso pero inequívocamente apelmazado, como si la existencia misma de este recinto nos sirviera para purgar una larga lista de pecados pretéritos y hasta futuros. The Machine aportan hasta un total de 11 efectivos, pero el despliegue de metales, coros, percusiones, arpa y demás llamamientos a la apoteosis queda reducido a la condición de barullo. Eso sí, sobre la omnipresencia de teclados no podemos echarle la culpa más que a quien decide subrayarlo todo, como una hoja de apuntes en que cada frase la remarcáramos con fluorescente amarillo.
La épica y hasta el tremendismo ya no nos abandonarán hasta las once de la noche. Hay espectáculo y hay epopeya, pero queda la sospecha de que el follaje oculta esta vez una foresta bastante corriente, sin gran diversidad en flora o fauna. Un bosque habitado por una ninfa hermosa, saltarina y con flores entre los dedos, pero al que ningún biólogo consecuente propondría como parque natural.
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