Nunca se sabe de qué hablamos
La resignación de los ciudadanos cansados precipitan la decadente deriva de nuestra cultura
Lunes. Las tertulias televisadas me aburren, pero debo admitir que reflejan muy bien el ambiente tabernario en el que nos hemos criado. En las discusiones callejeras, el tumulto de las asambleas o el abucheo parlamentario hemos aprendido a celebrar la confusión. Lo prueba el fastidio con que el tertuliano soporta la intervención de los demás: aquí hemos venido a interrumpir, no a escuchar. Es lo más notable de nuestra cultura política: la imposibilidad de saber de qué estamos hablando.
Martes. En la campaña desatada contra la medicina homeopática interviene el mismo artefacto ideológico. Los administradores de la industria sanitaria y farmacológica han conseguido difundir un influyente sofisma. Si un paciente tratado con homeopatía fallece, es por culpa de esta disciplina médica. Sin embargo, cuando fallece un paciente tratado por la medicina “oficial”, la culpa es de la enfermedad.
La industria clínica ha conseguido cimentar su prestigio científico mediante un uso hipnótico de la estadística. Ciertos tipos de leucemia, por ejemplo, reciben tratamientos cuyo resultado se presenta así: “La tasa general de curación es del 30 al 40 %”. Podría decirse al revés —“los fallecidos son el 70 o 60 % de los enfermos”— pero los fabricantes prefieren publicar datos optimistas, enmascarar la impertinente realidad y proclamar el lema de la industria: la muerte es el fracaso del cuerpo enfermo, no de la medicina.
Miércoles. Enrique Murillo, al frente ahora de su editorial Los Libros del Lince, publica la cuarta edición del apabullante estudio del médico e investigador danés Peter C. Gotzsche. El libro tiene un gran interés para los ciudadanos cercados por el prestigio científico de la farmacopea industrial: “Medicamentos que matan y crimen organizado”. Joan-Ramón Laporte, profesor de Farmacología Clínica en la Universitat Autònoma de Barcelona, resume en el prólogo lo que el autor demuestra a lo largo de 500 páginas: “Las prácticas reiteradas por la industria farmacéutica: extorsión, ocultamiento de información, fraude sistemático, malversación de fondos, violación de las leyes, obstrucción a la justicia, falsificación de testimonios, compra de profesionales sanitarios, manipulación y distorsión de los resultados de la investigación, alienación del pensamiento médico y de la práctica de la medicina, divulgación de falsos mitos en los medios de comunicación, soborno de políticos y funcionarios, corrupción de la administración del Estado y de los sistemas de salud”.
Al comenzar su exhaustiva exposición, Gotzsche nos trastorna con un dato que nadie nos había contado: “En EE UU y Europa, los medicamentos son la tercera causa de muerte, después de las cardiopatías y el cáncer”.
Sabíamos algo de las demandas contra médicos imprudentes o cirujanos negligentes, pero nadie nos había dicho que los medicamentos fabricados para curar nuestras enfermedades son una epidemia mortal consentida por los legisladores. (Aunque hace 40 años el pensador austríaco Ivan Illich lo anticipó en su sagaz ensayo Némesis médica. La expropiación de la salud).
La Unión Europea estima que “las reacciones adversas son las responsables de la muerte de 200.000 europeos cada año”. Por espeluznante que sea, el dato es inmediatamente digerido por un tertuliano locuaz: el prospecto del medicamento recetado enumera los efectos secundarios y eso exime al fabricante de cualquier indemnización; y al mismo tiempo: a las instituciones que contabilizan a los que mueren por ingerir medicamentos autorizados por otras instituciones, no les corresponde hacer reproches.
La resignación de los ciudadanos cansados y la incompetencia de los legisladores precipitan la decadente deriva de nuestra cultura, pero la confusión celebrada por los tertulianos es grande. Pues nunca se sabe de qué estamos hablando.
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