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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Podemos y la alcoba

Iglesias y compañía han comprendido que, para disputar la hegemonía política en Cataluña o en Euskadi, han de situarse en el ‘frame’ dominante

Cuando Podemos efectuó su desembarco político en Cataluña (pongamos que con los comicios europeos de mayo de 2014, pero sobre todo a raíz del famoso mítin en el polideportivo de la Vall d'Hebron, el 21 de diciembre de aquel mismo año), no fueron pocos los que vieron en Pablo Iglesias Turrión a un Alejandro Lerroux con coleta y estudios. Unos lo veían con temor, pero muchos otros con esperanza. Por fin había un proyecto de izquierdas genuinamente español, con un liderazgo personal potente, que arremetía de frente contra el independentismo burgués y corrupto (“a mi no me veréis abrazarme con Mas...”) sin las connivencias habituales de la seudoizquierda local. Sí, Podemos era susceptible de erigirse en el dique capaz de detener la marea soberanista...

Apenas un año y medio después, algunos de los más esperanzados y hasta comprometidos de entonces —el exfiscal Carlos Jiménez Villarejo sería un ejemplo ilustre— se han apartado con disgusto del proyecto de Iglesias. Y, significativamente, articulistas muy connotados por su inveterada hostilidad hacia el nacionalismo catalán figuran hoy, al mismo tiempo, entre los más feroces críticos de Podemos. ¿Qué ha ocurrido para explicar tal cambio de percepciones y actitudes?

Pues que se ha impuesto en el vértice podemita el sentido de la realidad. Es bien plausible —carezco de datos para afirmarlo— que Pablo Iglesias y su entorno irrumpiesen en la política electoral con los planteamientos jacobinos y el culto al centralismo democrático tan propios de la izquierda española tradicional. De hecho, resulta fácil recordar afirmaciones del tipo “todas las candidaturas que avalemos deberán presentarse con nuestra marca”; y, en su contribución a la campaña de Catalunya Sí que es Pot en septiembre, el mismo Iglesias hizo algunas referencias a los votantes de origen inmigrante que hubiesen podido salir de la boca de Carmen Chacón o incluso de José Bono.

Sin embargo, aquello no funcionó nada bien (8,9% de los votos, pese a la participación récord) y la cúpula de Podemos respondió, de cara al 20-D, con una tan rápida como acusada rectificación: de la marca única a las confluencias; de cargar contra el cupaire David Fernández a presentar candidatos que exhibían haber votado un doble sí el 9-N de 2014; de insinuarse valladar antiindependentista a poner en lo alto del programa —y de las negociaciones posteriores— la celebración de una consulta legal de autodeterminación en Cataluña.

Todo esto, ¿por oportunismo? Llámenlo como quieran. A mi juicio, Iglesias y compañía han comprendido que, para disputar la hegemonía política en Cataluña o en Euskadi, sólo cabe hacerlo desde dentro del frame, del marco cultural hegemónico, y en ambos territorios ese frame está definido desde hace décadas —por no decir más de un siglo— por los respectivos nacionalismos; o, para matizar, por aquellos movimientos y discursos que defienden y reafirman una identidad específica y reivindican el mayor grado posible de autogobierno. Sí, claro que hay espacio fuera del marco descrito, pero se halla ya sólidamente ocupado por el Partido Popular, por Ciudadanos —al menos, en Cataluña—, por el PSE-PSOE y, últimamente, también por el PSC-PSOE.

Quizá este análisis convierta en menos sorprendentes algunas noticias llegadas del País Vasco el pasado fin de semana. Podemos, aun sosteniendo que no es ni nacionalista ni independentista, decidió celebrar este domingo de Pascua el Aberri Eguna, o sea ¡el mítico aniversario de la “revelación” de Sabino Arana! Y, desde luego, el partido de Iglesias concurrirá a las elecciones al Parlamento de Vitoria, dentro de unos meses, enarbolando la defensa de un referéndum a la escocesa sobre la independencia de Euskadi.

El 4 de marzo de 2006 tuvo lugar en el Teatro Tívoli de Barcelona el acto público de botadura de aquello que, al cabo de unos meses, iba a ser el nuevo partido político llamado Ciutadans. En su transcurso el periodista Arcadi Espada —quizá, por entonces, el más determinante de los padres intelectuales del proyecto— llamó a “expulsar al nacionalismo del espacio público y devolverlo a la alcoba, junto al crucifijo, allí de donde no debió salir”.

Una década después, aquel proyecto embrionario ha triunfado espectacularmente en múltiples aspectos, pero no en el de dar cumplimiento al deseo del señor Espada. Lejos de recluirse en alcoba alguna, los planteamientos nacionalistas siguen llenando el espacio y el debate público: en Cataluña, en Euskadi... y, ni que decir tiene, en España. Paciencia, y a perseverar.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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