A años luz
Hay una distancia sideral entre el condenado liberal que es Vargas Llosa en lo político, y el genial novelista capaz de auscultar las sentinas del poder
Las generaciones han sido como los corpiños fueron para las mujeres: han servido para levantar una parte de su anatomía y asfixiarlas hasta el desmayo, sobre todo en los ámbitos españoles dispuestos a clarificar la viscosidad ingobernable de la vida real, donde viven mezclados y a menudo en fricción continua edades dispares y trayectorias diversas. Pero actúan a la vez, escriben y piensan y debaten a la vez. La manía de las generaciones es genuinamente española y ha sido un instrumento ortopédico para ordenar la historia cultural y literaria, sin ayudar demasiado a entender las etapas más complejas.
Hoy vivimos una de esas encrucijadas donde la distancia generacional parece un argumento decisivo de análisis y a nadie se le ocurre disimularlo. Pero ahí empieza el problema porque las generaciones no son cantidades ni calidades homogéneas ni tienen valor de piedra ni de cajón. A bote pronto, Ortega y Gasset dictaminaría sin vacilar que él no corre por la misma calle que la generación de Rafael Alberti ni hay nada sustancial que pueda agruparlos en un dibujo común.
Sin embargo, cualquiera identifica en ambos dos fases coherentes y dispares de un mismo ciclo expansivo de construcción de la modernidad en la primera mitad larga del siglo, por mucho que uno fuera comunista desde el año 1930 y el otro fuese desde entonces hostigador incluso de Albert Einstein por sus simpatías republicanas. Nadie rebaja esa distancia pero todos la subsumimos en un proceso más complejo en el que los dos aportan más que restan para construir una modernidad intachable.
A Mario Vargas Llosa le podría estar sucediendo lo que le ocurrió a Ortega en su plena madurez, cuando no regateó su acritud contra las posiciones de la izquierda radical de su tiempo. Vargas Llosa lleva mucho tiempo no sólo practicando ese mismo hostigamiento sino edulcorando y hasta bendiciendo posiciones políticas indefendibles desde la perspectiva de una izquierda sólo socialdemócrata (y entre esas desasosegantes debilidades está el elogio categórico de los méritos de Esperanza Aguirre).
La respuesta natural de la izquierda es el recelo reconcentrado contra Vargas Llosa como intelectual de una derecha próxima al neoliberalismo y alérgica a las cantinelas de la izquierda de la redistribución de la riqueza. Lo que tiene muy cuesta arriba la izquierda socialdemócrata, incluida la podemita, es detectar al santón del liberalismo en su obra narrativa desde hace medio siglo y hasta hoy. Es ahí donde Vargas Llosa disuelve los mejores ácidos de su inteligencia y donde la corrosiva mirada sobre la realidad, la política y la vida moral cobra una incandescencia que echa por tierra el esquematismo de los juicios políticos o económicos de unos y de otros.
En Cinco esquinas, también; no sólo en la monumental y magistral Conversación en la Catedral, no sólo en La ciudad y los perros o incluso en La fiesta del chivo. En esta novela de hoy, escrita en pleno carrusel vital, feliz y encantado de la vida, también Vargas Llosa es el novelista de la sospecha y del recelo, de la mirada subversiva y la inteligencia sutil, del retrato sin beatería y de la condena con reservas.
Ha metido al lector en una trama que ausculta las sentinas del poder cuando el poder usa a la prensa para dilapidar créditos o difundir patrañas criminales. Pero ha instalado también su inmisericorde mirada de novelista en las intimidades conformistas y cínicas de la alta sociedad, en sus concesiones y sus confidencias, en su tolerancia ante los usos del poder cuando esos usos criminales no les tocan a ellos y su pánico cuando esas armas tantas veces útiles se vuelven contra ellos, por azar, por capricho, por un mal uso o por un desacierto de la fortuna. Pero ahí siguen, imperturbablemente instalados en la misma clase, y con el mismo colchón protector del dinero y del poder.
Y además, este condenado neoliberal y genial novelista ha disfrutado como un cachorro juguetón con la veta erótica y dulce, dura y jugosa de una pareja lésbica, un trío lésbico y hetero y hasta un cuarteto final. Por supuesto, sin encoger la nariz ni hacer ascos: el placer y el bien de la literatura están, a veces, a años luz de las consignas del neliberalismo golfo y de la izquierda impaciente.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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