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De bisagra a excluido

La derecha catalana pierde la baza de ser decisiva en Madrid

Enric Company

Francesc Homs no hablaba solo del conflicto político catalán cuando el viernes pasado apuntó, en el debate parlamentario de la fallida investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, que si no fuera por este asunto, a estas alturas, es decir, a dos meses y medio de las elecciones de diciembre, en España probablemente ya habría un gobierno. El portavoz del centroderecha nacionalista catalán hablaba, sobre todo, de la desaparición en el sistema político español de la función de los partidos bisagra entre derecha e izquierda. Su argumento era simple: para salir del lío en que se ha metido, vino a decirle a Sánchez, le basta con recurrir a la bisagra, como en otras ocasiones se ha hecho. Si no hay bisagra, no hay mayoría. Pero no, Sánchez no quiso.

En la actual configuración del Congreso de los Diputados, sin contar a los independentistas, el bloque de la derecha suma 163 escaños y el bloque de la izquierda 161. Ni uno ni otro llegan a la mayoría, que está en 176 escaños, a no ser que se les añadan uno o varios de los partidos situados ideológicamente entre ambos. En su momento, la suma de CiU y el PNV, más alguna vez otro partido regionalista o nacionalista, como Coalición Canaria, formaban un conjunto que, ubicado en el centro ideológico del arco parlamentario, pudo completar las mayorías que no alcanzaban por sí solos los bloques de la derecha o la izquierda.

En las elecciones del 20-D, los escaños de Democràcia i Llibertat (heredera de CiU) y PNV suman 14. Hay uno de Coalición Canaria, en posición similar. Son 15 escaños que pueden completar tanto una mayoría de izquierdas como una de derechas. Si esta vez no lo hacen es porque han sido excluidos del juego de las posibles combinaciones. Esta función de bisagra entre PP y PSOE la cumplieron CiU y el PNV con el PSOE en 1993 y, más adelante, en 1996, con el PP.

Tanto los conservadores como los socialistas se han obligado ahora a prescindir de los soberanistas para cualquier pacto, salvo que renuncien a sus programas para la independencia. Han levantado una especie de cinturón sanitario en torno a ellos. Los han definido como la anti-España y, para cuando se unen a Podemos, han resucitado el fantasma del rojo-separatismo.

Hasta hace poco, el PSOE había huido de este tipo de planteamientos frentistas, arraigados en lo más profundo del nacionalismo español conservador. Pero cuando el PP lanzó a lo largo y ancho de España la campaña de agitación contra el Estatuto de Cataluña de 2006, los socialistas comprobaron la enorme pegada política del nacionalismo en el electorado. Atribuyeron a este asunto el plus de apoyo electoral que aupó al PP hasta la mayoría absoluta en 2011. Y decidieron que no podían permitir que el PP les ganara en españolismo.

En consecuencia, cuando el conflicto con Cataluña se enconó y la oleada independentista creció, el PSOE se alineó con el PP y obligó al PSC a renegar de su defensa de una consulta en Cataluña, legal y acordada, sobre su permanencia en el Estado español. Ahora Sánchez ha adoptado la idea-marco del PP que pretende redefinir el conflicto catalán como una quiebra de la convivencia civil en la propia Cataluña. Así avanza la gestación de la alianza PP-PSOE, de la que el pacto con Ciudadanos es un primer paso.

En el otro lado, la opción independentista adoptada por los sucesores de Jordi Pujol tiene, entre otras consecuencias, la de eliminar la influencia que CiU había adquirido para muchos electores catalanes como representante de sus intereses en la capital del Reino. Estaba muy vinculada a su función como partido bisagra en las Cortes. Los adversarios de CiU le criticaron durante años que actuara como lobby del empresariado catalán y lo cierto es que, si pudo serlo, fue en gran medida por los rendimientos de su posición como bisagra en Madrid, que potenciaba además su condición de partido gobernante en Cataluña.

Perder la posibilidad de influir ante el Gobierno de España plantea serios interrogantes a los medios sociales y económicos de la derecha catalana. El primero, un problema de interlocución. ¿Quién puede ejercerla ahora? El segundo, uno de expectativas. Si, tal como van las cosas, no hay ni instrumento de influencia ante el gobierno de Madrid ni independencia en el de Barcelona, ¿qué les conviene más, qué necesitan a medio plazo?

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