‘Enraonar’
El malestar crece y a los ciudadanos no les consuela que les digan que en otras partes del mundo se vive peor. En España los perdedores de la crisis tienen quien les represente. ¿Se sabrá ‘enraonar’?
John Carlin glosaba recientemente la inexistencia en castellano de un equivalente de la palabra inglesa compromise. Decía Paul Ricoeur que la buena relación entre culturas que comparten territorios (y en el mundo globalizado son casi todas) se basa en la traducción y el luto. Las palabras que existen en unos idiomas y no en otros son material interesante sobre las resistencias y las singularidades culturales. Una de mis palabras preferidas del diccionario catalán es enraonar: “discutir, examinar, etcétera, alguna cosa en una conversación”. Enraonar como ejercicio compartido de la razón.
No he sido capaz de encontrar una traducción satisfactoria de esta palabra al castellano, a otras lenguas latinas, o al inglés. Y, sin embargo, esta palabra es casi un programa de acción colectiva en sociedades heterogéneas como las nuestras, en que los ciudadanos quieren que su voz llegue a la escena pública sin ser engullida por unas estructuras políticas que en su afán de control reducen al mínimo el espacio de lo realmente posible. Vivimos en sociedades liberales en que casi todo se puede decir, pero la inmensa mayoría de las cosas que se dicen quedan a beneficio de inventario. El espacio de la verdad legitimada es muy reducido. Y, sin embargo, en la medida en que la diversidad social crece, las voces que quieren alcanzar reconocimiento también. ¿Es imposible construir un espacio político sobre una ampliación de lo que se está dispuesto a oír y hacer efectiva la incitación al diálogo, no como representación teatral sino como ejercicio compartido de la razón, como sugiere la palabra enraonar? ¿Cabe enraonar en el marco de la lucha por los intereses y por el poder?
No es casualidad que en tres meses de diferencia, Cataluña y España hayan vivido una crisis de ingobernabilidad, traducida en una enorme dificultad para formar Gobierno. La multiplicación de los actores en el espacio de la representación política es una expresión más de una crisis que es europea. Recientemente, un empresario catalán, inquieto por las incertidumbres del momento, me espetó: ¿qué se ha hecho de la clase obrera? Nostalgia de una época en que los interlocutores estaban claramente definidos. La clase obrera dejó paso a la confusa ficción de una inmensa clase media y esta se ha venido abajo con la crisis, al tiempo que la globalización dejaba a Europa desprotegida.
El malestar crece profundamente en el continente. Y a los ciudadanos no les consuela que les digan que en otras partes del mundo se vive peor: la referencia del bienestar es su propia experiencia y en un pasado no lejano fue mejor. Las voces que vienen de abajo se van haciendo hueco. Y si los regímenes políticos no son capaces de incorporarlas, vendrán tiempos oscuros de autoritarismo posdemocrático desde el poder y desbordamiento plebeyo. España es de los pocos lugares en que los perdedores de la crisis ha encontrado representación política, sin dejarse arrastrar por las turbias aguas de la xenofobia y el resentimiento. ¿Se sabrá enraonar?
Cuando estos días emanan de los centros poder los mismos tópicos de siempre: estabilidad, seguridad jurídica, continuismo, previsibilidad, tengo la sensación de que lo que se pretende es volver a cerrar lo antes posible la puerta que se ha abierto a la pluralidad. Que no se trata de asumir un proceso de reflexión compartida, sino de asegurar que los privilegios adquiridos queden intactos. Y la primera prueba de ello es que un mes después de las elecciones españoles nadie ha puesto sobre la mesa programas y proyectos concretos sobre los que razonar en común. Ni nadie se ha sentado en una mesa con potenciales aliados para empezar a progresar en los acuerdos.
Se habla de perímetros, no de contenidos. Quedan dos: la gran alianza conservadora (PP,PSOE, Ciudadanos) y la apuesta por la alternativa (PSOE, Podemos y demás) La primera, ahora mismo, es imposible, la segunda es complicada. Y todos los esfuerzos se concentran en hacerla inviable. De hecho, la consigna dominante es: que se den las renuncias necesarias para encontrar una salida que impida la segunda apuesta. Dicen que la utopía genera frustración. Hace tiempo que los utópicos son los que rechazan cualquier intento de un mejor reparto del poder. Para llegar a un compromise efectivo hay que dar reconocimiento al otro, sentarse a enraonar.
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