Óyeme llover
Óyeme entonces, ni distraída ni atenta, bajo este aire límpido que no limpio de un Madrid que es puro tiempo, aire que se vuelve agua.
Cuando Madrid amanece de un pálido azul parecería que todo el mundo se acaba de inaugurar. No hablo de la naranja mañana del verano ni de la primavera amarilla, sino de un azul pálido que no llega a ser mar sino cielo limpio, quizá porque la lluvia le ha pasado por encima como brisa de frío, entre un otoño de veranillo y el invierno que no termina de llegarnos. Óyeme entonces, como quien oye llover y los versos de Octavio Paz se vuelven la prosa con la que quiero andar bajo el llanto leve de nubes grises, entre taxistas que agradecen que llueva como si fuesen agricultores y amas de casa que salen a la compra diaria precisamente para quejarse de esta lluvia que no termina de empaparlas. Óyeme entonces, ni distraída ni atenta, bajo este aire límpido que no limpio de un Madrid que es puro tiempo, aire que se vuelve agua.
No escuches, sólo óyeme cuando la noche no se ha ido todavía, y todos los párrafos leídos son figuraciones de niebla que —entre los árboles de un parque o al doblar por azar cualquier esquina— se vuelven figuraciones del tiempo mismo. Dice Paz que es en un recodo de esta pausa y le sigo la sombra cuando vuelve a pedirte que me oigas como quien oye llover. Así, con la mirada hacia dentro, los ojos abiertos en pleno sueño, con tus cinco sentidos dormidos por despiertos y así, como llueve en Madrid de pasos leves en este rumor constante de sílabas, de la ce y la zeta entre el agua y el aire de las palabras que en realidad no le pesan a nadie.
Óyeme como quien oye llover en estos días que ya son años, este mismo instante que es del tiempo sin peso y una enorme pesadumbre al mismo tiempo. Óyeme sin tener que escuchar la nada donde las calles de Madrid se quedan de pronto sin automóviles ni paseantes, árboles ya sin hojas y portales sin serenos vigilantes de tu intimidad. Aquí donde relumbra el asfalto por húmedo y el vaho parece caminar alzado del sueño y del suelo; el vaho que es neblina de tus labios y palabra que no tiene traducción al inglés. El vaho, la cara que llevas en la noche y el rostro que cargas en las mañanas, todo como pasos de gotas de agua sobre mis propios párpados.
Aquí donde busco veinte palabras y un silencio. La noche que duerme en tu cama y tu respiración como oleaje de sueños abren el día en este pálido azul donde lluevo como quien llora para que me oigas andar por un Madrid sin tiempo, como un vago jardín a la deriva, donde parece que tu sombra cubre esta página y quizá por eso, amanece.
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