El mítico Café Berlín sucumbe a la especulación inmobiliaria
La sala madrileña cerró ayer tras 40 años de música en directo después de que un magnate indio comprara el edificio
En todas las ciudades hay centros de peregrinación impuestos por las religiones, las culturas y la historia. Y en todas la ciudades hay también centros de peregrinación espontáneos, lugares que emergen silenciosamente entre el bullicio cotidiano, con nocturnidad y sin alevosía. Sitios que conectan a grandes figuras del panorama cultural con la fauna anónima de la urbe. O al revés, fauna anónima que crea grandes figuras en esos sitios. Templos en los que principalmente se trafica con la emoción. Testigos y artífices de la historia íntima de sus gentes. Emblemas de una época. Instituciones que guardan el alma de un pueblo. Eso es el Café Berlín, que después de 40 años ambientando la noche madrileña, ayer cerró sus puertas para siempre.
Han hecho falta 23 millones de euros procedentes de la India para impedir el paso a esas escaleras en ángulo que ascendían hasta un paraíso irreverente y comprometido con el rock, el folk, el jazz, el flamenco, el pop, el funk, el cabaré más descarado y la canción. A solo un primer piso del suelo, entre pequeñas mesitas y sillones y sofás de terciopelo rojo, en el 4 de la calle Jacometrezo, se podía flotar hasta la madrugada con los ritmos electrónicos de Redux Life and djs, o con los compases de una jam session entonada por la trompeta de Jerry González, el contrabajo de Javier Colina o la flauta y el saxo de Jorge Pardo. Músicos todos curtidos en clubs madrileños de mil batallas, en esa simbiosis perfecta en la que un artista crea un espacio y el espacio hace al artista. Porque también allí han crecido otros: como Mastretta, Diego Guerrero, y La Shica.
Era la crónica de un cierre anunciado, y luego contado, y aún después publicado, pero nadie hizo nada. Cierra el Berlín como parece que cerrará el Café Central, y una parte de la vida de la ciudad se queda manca, coja, mutilada y un montón de almas vagabundearán buscando su templo. Y antes paz y después gloria, al fin y al cabo, el que quiera puede ir a ver lo que queda de Cervantes en el convento de las Trinitarias.
Sin negociación posible
“No hubo ni opción de negociar”, dice Ezequiel Brid, uno de los dos socios argentinos que hace cuatro años tomaron las riendas del local y lo volvieron a llenar de vida y de gentes. Él y Andrés Almada (Pato), le cambiaron la piel pero no el alma, heredera de los cócteles que desde hace una década preparan en el Josealfredo (Silva, 22). Y dejaron subir por esas escaleras a toda clase de aves nocturnas, con gafas de pasta, con cueros y tachuelas, con lentejuelas y visones falsos, con y sin sombrero, sobre plataformas o tacones imposibles, armadas con látigo y medias de rejilla… Para cuando el Café Berlín abría sus puertas San Pedro se había ido a dormir.
Pero llegó Mohinani, el magnate indio con las rebajas, y por 23 millones se quedó de un plumazo con el bonito edificio abalconado del Berlín --donde en illo tempore se servían cenas con música en directo--, y con los dos inmuebles contiguos. Un negocio redondo a escasos metros de la céntrica plaza de Callao. Todo sea por otro hotel para turistas, que quizá quieran ver el templo de… ¿Debod?, trasladado bloque a bloque (y sin almas) desde Egipto en 1970.
La de este domingo, con las actuaciones de algunos de sus músicos fetiche como Jerry González y Javier Colina y sus amigos e invitados, en realidad fue solo una penúltima noche del Berlín. Su alma y sus fieles han comenzado ya el peregrinaje. Buscan un nuevo templo en las inmediaciones de Callao.
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