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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los déficits ocultos

Dos partidos destinados presuntamente a la marginalidad extramuros, la CUP y Podemos, han asaltado el centro sin subirse a las almenas y sin señales de propiciar la subversión del sistema

Jordi Gracia

Escribo este artículo cuando toda Cataluña está pendiente de la decisión de la CUP sobre la investidura de Mas y no tengo pronóstico alguno. Pero la cultura asamblearia de estas candidaturas populares ha introducido ya un factor poderoso de renovación democrática. Su militancia es exigua pero ha sido muy alta su capacidad de conectar con una población descontenta e insatisfecha con el funcionamiento ordinario de la democracia.

Al margen de lo que decidan, me parece que lo que ha sucedido ha sido saludable e inquietantemente revelador: ha puesto al descubierto algunos de los déficits ocultos del poder cuando aspira a seguir en el poder a toda costa, incluido reconocer que sí dispone de 250 millones de euros que estaban destinados a otras cosas y que por arte de magia pueden pasar a financiar, tras investir a Mas, una batería de propuestas de emergencia social. O no eran emergencias sociales hasta hace dos meses, o a la Generalitat sólo le han parecido emergencias sociales al necesitar el voto de la CUP. Si Junts pel Sí hubiese obtenido algún escaño más, estas medidas no estarían sobre la mesa ni formarían parte de la negociación porque no habría negociación alguna. Y sin que nadie me tache de gafe, mantengo una desconfianza profunda sobre la efectividad de las medidas e ignoro el modo en que la CUP puede blindar el cumplimiento de esos acuerdos una vez esté ya investido Mas.

La mitad de la causa del nacimiento de Podemos tiene que ver con la misma insatisfacción. Unos y otros constituyen las mejores pruebas del modo en el que una democracia viva tasa sus nuevas exigencias de limpieza y equidad. Si tanto la CUP en Cataluña como Podemos en España obtuviesen resultados masivos y mayoritarios, porcentajes de apoyo cercanos a mayorías absolutas, estaríamos sin duda ante la quiebra del sistema. Su éxito arrasador evidenciaría la inconsistencia de una democracia parlamentaria y obviaría que había entrado en una crisis radical e irreversible: se abriría entonces un escenario tan indefinido como inimaginable.

Lo que ha sucedido a lo largo de un año completo en campaña electoral es muy diferente y muy poco apocalíptico. Ha sido una demostración fastuosa y descarada de democracia sin complejos y sin el menor atisbo de riesgo sistémico ni de amenaza a la estabilidad institucional, ni siquiera al funcionamiento ordinario del Estado. Los dos partidos han expresado como ningún otro sector social la voluntad de trasladar la respiración renovada de la calle a la respiración misma del Estado, pero además han conseguido probar con su movilización y su agitación mediática, política y callejera que la democracia funciona insospechadamente bien. Dos partidos destinados presuntamente a la marginalidad extramuros han asaltado el centro sin subirse a las almenas, sino a las convicciones, a la exigencia y a la evidencia de la erosión que vivía esa misma democracia.

La CUP y Podemos han entrado por la puerta sin reventar ventanas y sin saltar tapias, y de momento ninguno de los dos ha dado muestra alguna de propiciar la subversión del sistema. Los que empiezan a dar muestras de su mala educación política o incluso escapan a los mínimos de dignidad democrática han sido otros, en particular en Cataluña. Si aletea la desobediencia al ordenamiento jurídico español que promueve la CUP es porque al nacionalismo convergente de nueva generación le ha convenido coyunturalmente fingir su complicidad con esa desobediencia. Pero el objetivo de Artur Mas es el poder y, a pesar de encadenar derrota tras derrota, a Mas el ejemplo democrático de los ingleses no le ha servido para dimitir, como hubiera hecho cualquiera de ellos, y como hicieron efectivamente los perdedores hace unos meses. Los invocaba Mas para el referéndum escocés, pero no los invoca para esta otra exigencia democrática. Ha quedado al descubierto la pobreza de la ética democrática de un presidente que no sólo no dimite en cada sucesiva sangría de votos, sino que se resiste a dar el paso que resolvería la gobernabilidad en Cataluña.

A mí me gustaría poco el resultado, pero tendría que resignarme a aceptar la investidura de Junqueras con los votos de la CUP. Lo que abochorna democráticamente es la intangibilidad sagrada de Mas: eso, en la Inglaterra de todos los referendos, nadie lo habría entendido ni tolerado.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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