Un zorro en el jardín
Sorprendente encuentro en la intimidad con un raposo de extraño comportamiento
"Tengo un zorro en el jardín, por si quieres pasar a verlo". El mensaje de Evelio P. era escueto, como él, pero leído entre líneas resultaba de lo más elocuente. Lo que quería decir era "tengo un zorro en el jardín, y tú no" (el subrayado es mío). Suspiré pensando que Evelio, reconocido fabulador de oropéndolas, probablemente era incapaz de distinguir un zorro de una mofeta. En fin todo podía ser, me dije poniéndome resignadamente el abrigo. Conduje el jeep hasta la egregia mansión del aficionado naturalista mirando el frío cielo del Montseny tachonado de brillantes estrellas y convencido de que estaba perdiendo el tiempo. Si de verdad tenía un zorro en el jardín seguramente ya se habría marchado. Pues buenos son los zorros. Símbolos universales de la astucia dañina, asociados en muchas tradiciones con el diablo y las brujas, expresan, según Cirlot (por marcar aquí un apunte culto), las aptitudes inferiores y las tretas del Adversario. No en vano apodaban a Magua, el indio hurón malo de El último mohicano "Le Renard Subtil". Michel Pastoreau apunta que el pelaje rojizo del Vulpes vulpes lo identificaba en la Edad Media con Judas, al que se tenía por pelirrojo. Y, bueno, "zorra" no es una palabra amable. El término local guilla,por cierto —de donde Guilleries—, lo hace derivar Coromines del nombre de la mujer de Wilfredo II de Cerdanya, Guisla (y no diré más).
Aparqué fuera y entré en el jardín de Evelio —procurando pisarle los rosales, insultantemente en flor en diciembre— y me encontré con una escena inenarrable. Mi amigo estaba arrebujado en una butaca en el porche mientras sostenía un vaso de whisky de malta en una mano y con la otra señalaba hacia su cuidadísimo césped. Seguí la dirección de su autosatisfecha mirada y ahí estaba el zorro, sí señor. Un pedazo de zorro. Puro maese raposo.
El bicho se había estirado tan ricamente en la hierba con las patas delanteras estiradas y cruzadas y nos observaba con una expresión de inteligencia que hubiera hecho las delicias de La Fontaine. Parecía esperar algo. "Es que le he dado de comer", me explicó Evelio. El muy rufián —me refiero al zorro— se relamió al oír hablar de comida como si nombráramos a la gallina Pinte, la medio hermana de Chantecler en el Roman de Renart. "Pues se ha zampado la butifarra que teníamos para ti, qué le vamos a hacer, todo sea por la ciencia", añadió mi amigo con un mohín compungido de lo más falso. ¡Un zorro que se recostaba a pocos metros de unos humanos y se dejaba alimentar con mi butifarra! La cosa era realmente extraordinaria. No recordaba tanta familiaridad con un raposo desde que Jorge Trías, el hermano del ex alcalde, se nos presentó un día muy agitado diciendo que había atropellado un zorro con su Seat 1430 FU de rally en las curvas del cambio de provincias. Lo había dejado seco, explicó, y, tras recogerlo de la carretera, lo había metido en el maletero, con la peregrina idea de hacerse con la piel un sombrero. Al abrir para enseñárnoslo, el zorro, vivito y coleando, brotó de allí como un engendro y salió disparado hacia el bosque tras mostrarnos sus muchísimos dientes. Recuerdo también de niño haber visto a una zorra cautiva en Can Gat que solo tenía tres patas pues una se la había arrancado ella misma tratando de soltarse de un cepo.
Empecé por borrar la sonrisa de suficiencia de mi anfitrión recordándole que un zorro no es un lobo pero no deja de ser un animal salvaje, pese a El principito. En Deadly animals, Gordon Grice apunta que los zorros son demasiado pequeños para vernos como presas pero que pueden ser peligrosos, sobre todo si tienen la rabia. En ese caso, incluso entran en los patios “y jardines” —subrayé alegrándome íntimamente con la cara de preocupación de Evelio— para atacar a la gente. Embalado, expliqué el caso del zorro gris que en 2007 invadió una casa de New Kensignton, Pennsylvania, y trató de morder a una mujer que se defendió con la fregona mientras su marido se refugiaba en el baño. Mi amigo ya no parecía tan contento. "Si quieres te lo puedes llevar, temo por Dickens". Dickens es su yorkshire terrier, un pequeño y cobarde bastardo que se cree Lassie y siempre me ladra.
A todas estas el zorro había avanzado hacia nosotros y miraba con entusiasmo un platito con rodajas de longaniza que el señor de la casa había dispuesto para acompañar su whisky y que le parecerían, no sé, uvas. Cogí una y alargué el brazo. El zorro se acercó cuidadosamente y con delicadeza tomó de mis dedos el trozo de longaniza mientras yo admiraba su sedoso pelaje y el brillo de sus ojos sagaces. ¡Había dado de comer a un zorro con la mano! El propio Evelio estaba estupefacto. Pasamos un buen rato así. Disfrutábamos el portentoso privilegio de observar a nuestras anchas uno de los animales más secretos y elusivos de la naturaleza (aún se desconoce, por ejemplo, cómo diantres cazan erizos).
En su indispensable monografía sobre el zorro (Tundra, 2015), llena de asuntos tan interesantes como su faceta de serial killer de gallinas o las revelaciones sobre la manera en que se saltan la monogamia, Joan Barrull e Isabel Mate, de la UB, subrayan la sorprendente variabilidad del comportamiento de estos animales. En lo que a nuestro zorro respecta, leo, resulta que no es tan raro que se vuelvan comensales de los humanos y ya Dimitry Belyaev, esa autoridad, demostró en 1958 que son domesticables. No me importa, para mí sigue siendo una maravilla que un zorro haya abandonado los bosques de su misterio y las páginas de las fábulas para, envuelto en el excitante aroma de su alma salvaje, comer una noche inolvidable de mi mano.
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