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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El preludio del cambio

Vamos hacia una legislatura corta en la que se dirimirá si el relevo queda circunscrito a una renovación de la derecha o si la izquierda es capaz de reconstruirse como alternativa

Josep Ramoneda

¿Las elecciones del 20-D son tan trascendentales cómo se dice? Venimos asistiendo a tantas noches calificadas de históricas que al día siguiente ya han sido eclipsadas por otra más histórica todavía, que tiendo a desconfiar de las grandes palabras. Desde 1975 hemos tenido tres elecciones que han marcado un antes y un después. En 1977, el resultado convirtió en constituyente un parlamento que en principio no estaba designado para serlo y se emprendió la construcción del nuevo régimen. En 1982, la llegada de la izquierda al poder, un año y medio después del intento de golpe de Estado, cerró el período provisional y permitió la consolidación de la democracia. Y, en 1996 (con el preludio del 93), la victoria de Aznar significó la entrada en un período marcado por la hegemonía ideológica neoconservadora, que sigue vigente, a pesar del paréntesis Zapatero y sus logros en materia de libertades personales.

¿Es el 20-D equiparable a los tres momentos descritos? La novedad que ha animado el cotarro ha sido la ruptura del bipartidismo. En la escena han irrumpido nuevos actores, que no formaban parte del elenco consolidado. PP y PSOE han visto amenazado el bipolio del poder. No es un cambio menor. El bipartidismo era el símbolo de la solidez de un régimen que desde el 82 había superado el estado de zozobra de los años de UCD, viva expresión de las contradicciones de una transición sin ruptura. Si el bipartidismo decae, si al final PP y PSOE apenas suman la mitad de los votos, el sistema habrá mutado. La pérdida de credibilidad de los dirigentes políticos —asediados por una corrupción estructural en el caso del PP— su incapacidad para crear vínculos de confianza sobre la base de propuestas políticas claras y comprensibles, su manifiesta falta de autonomía respecta de los poderes económicos a los que cada vez estaban más adosados, fue minando su legitimidad. Y en 2011, la calle estalló cuando la crisis hizo visibles los destrozos producidos por la incapacidad de los gobernantes de controlar la impunidad del dinero durante las dos décadas locas anteriores. La inesperada decisión de los movimientos sociales de dar el paso a la política abrió la brecha en la fortificación bipartidista. Y hubo pánico en las cumbres.

La gran diferencia con 1982 y con 1996 es que no hay cambio de hegemonía ideológica a la vista. El modelo llamado neoliberal sigue teniendo posición dominante, la izquierda socialdemócrata, que nunca lo ha contestado, no está en condiciones de aparecer como alternativa, como lo fue el PP de Aznar respecto al felipismo. La nueva izquierda tiene todavía mucho camino que recorrer —en España como en Europa— para conquistar la hegemonía. En estas circunstancias, siempre aparece la cuestión generacional como sucedáneo. La ruptura no es ideológica si no de generaciones. Lo cual tranquiliza a todos: unos, porque ven que el relevo no amenaza nada esencial; otros, porque les permite disimular las carencias ideológicas y mantener vivas las expectativas, mientras ganan tiempo. Si el cambio se plantea en términos generacionales más que ideológicos, el resultado probable es que la derecha encuentre en Ciudadanos un complemento que le permita rejuvenecerse sin mayores riesgos. Y empezar a ganar el nervio perdido de la mano del impasible Rajoy.

Y, sin embargo, el factor generacional no es irrelevante. Primero, porque responde a parámetros culturales distintos que son embrión de cambios más profundos. Segundo, porque coloca a los partidos tradicionales muy deudores del voto de los mayores y, por tanto, con menos capacidad para anticipar el futuro. Y tercero, porque las nuevas generaciones se enfrentaran a desafíos capitales —el futuro del trabajo, el primero de ellos— que obligaran a replantear nuevos horizontes políticos e ideológicos. 2015 quizás se parezca más a 1993 (preludio) que a 1996 (cambio). Con una diferencia, que entonces el nacionalismo catalán apuntaló las mayorías de gobierno y esta vez pintará poco. Lo que no impedirá que la música catalana, en sordina en esta campaña, sea sonido de fondo permanente. Vamos hacia una legislatura corta en la que se dirimirá si el relevo queda circunscrito a una renovación de la derecha o si la izquierda es capaz de reconstruirse como alternativa, ya no sólo como alternancia. Hay que apuntalar el cambio, si no queremos volver a las andadas.

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